martes, 16 de agosto de 2011

FRESAS

Charly estaba de botas de caucho y sombrero de paja, coronando una montañita rodeada de setos de flores frente a la cabaña campestre. Estaba algo sucio de tierra, y su barba y sus manos estaban untadas de alguna sustancia roja y seca como polvo de ladrillo. La luz en la espalda le daba algo de estoicismo a su figura. Se veía alto, bien parado sobre sus pies. Astrid y yo terminamos de subir la falda hasta que llegamos junto a él, y nos saludó mientras el sol, que estaba a medio caer por el horizonte, alargaba nuestras sombras por el pasto.

-¡Qué tal! ¡Hace tiempos!-. Me apretó entre un abrazo con palmadas que correspondí.

-Todo marcha, -dije-. -Ella es Astrid-. Charly le estiró la mano y la saludó viéndola a los ojos. Luego se inclinó para darle un beso en la mejilla.

-Hola-, dijo Astrid sonriendo. Miré su expresión. Algunas veces no me gustaba cuando saludaba a desconocidos, pero esta vez no noté nada más allá de sincera curiosidad, que yo también sentía. Este tipo había renunciado a un trabajo de director de una editorial en la ciudad y se había largado para un rancho en el campo a escribir una novela. O tenía mucha plata o tenía muchos huevos o estaba loco.

Seguimos al interior de la casa. Era un viaje al pasado, con muebles viejos y rancios. Frente a una gran ventana que daba hacia un paisaje coloreado con varias tonalidades de hermoso verde, eucaliptos y demás, había un gran escritorio viejo de madera gruesa que parecía pesar una tonelada. A la escena le daba contraste un brillante computador de último modelo en medio de un montón de papeles con dibujos y un diccionario gigante de sinónimos y antónimos aprobado por la Academia de la Lengua. Había una copia de un libro de instrumentos musicales antiguos.

-¿Quieren tomar algo? ¿Una cerveza?

-Yo sí-, dije. Astrid dijo que tomaría agua o té. Volvió a mi mente la idea de que quizá estuviera embarazada.

Llegaron las bebidas y nos sentamos en los sofás, quedando bastante hundidos. Toda la casa olía igual a lo que olía Charly. Toda la casa tenía un aroma a lana empapada y sudor.

-Es linda tu casa-, dijo Astrid.

Charly miró en derredor hacia lugares a donde no miraba nunca, e hizo un gesto con los hombros.

-Gracias. Es diferente a la ciudad. Hay menos comodidades.
-Por mí fuera, viviría en el siglo diecisiete. Por las comodidades nos tienen clavados los bancos y el gobierno.-, dije.
-Creo que es linda-, dijo Astrid. -Le falta un toque femenino, algo de color, pero creo que es linda… ¡uy, perdón!-, dijo llevándose ambas manos a la boca –a veces soy una imprudente-. Se sonrojó y buscó mi apoyo, pero yo estaba distraído viendo un rifle de la segunda guerra mundial exhibido muy alto en una pared. -No hay problema. Tienes razón-, dijo Charly después de revisar sobre su hombro el vano oscuro de un corredor hacia otra área de la casa. -Cuando dan las petunias y los novios, les corto y les pongo en un jarrón. A Roberta le gustan mucho-.

Yo no veía a Roberta desde hacía unos años, pero recordaba cómo le caía de bien un par de jeans llenos de rotos en las piernas que se ponía a veces para ir a la universidad. Era un poco callada, pero sonreía a menudo y se veía como una hembra saludable aunque uraña. Cuando supe que se había juntado con Charly, me sorprendió.

-¿Y en dónde se metió Roberta?
-Ya viene. Estuvo preparando un cheesecake de fresas. Es su obra maestra. Ya verán. Nosotros mismos las cultivamos. Casi todo lo que comemos sale de nuestra huerta.

Astrid se levantó de la silla, fue hasta la ventana y apoyó sus manos sobre el escritorio. Se inclinó ligeramente hacia el vidrio y el vestido acentuó sus curvas un poco. Noté una diferencia en la alzada de su culo que, cuando estaba desnuda, no se le veía.

-Es mejor, dicen, ¿no? La comida orgánica-, dijo viendo hacia fuera, como buscando algo en las montañas.
-Depende de lo que se considere mejor. Si te refieres a que es mejor que ir a la tienda y agarrar lo que necesites, no lo es.
-Me refiero a que es mejor para tu cuerpo. Dicen que uno es lo que come.

Charly sonreía mientras la miraba. No creo que se diera cuenta de que lo hacía, pero yo sí.

-¿Y cómo ha estado Roberta?-, pregunté.
-Pregúntale a ella-, dijo levantándose de su asiento. Astrid se volvió y enderezó su pose.

Yo también me paré y fui hasta donde había aparecido.

-!Roberta!, -dije-. !Carajo! ¿Hace cuánto?
-Hace mucho-. Recibió mi beso de saludo casi con la oreja. Tenía el pelo recogido en una moña, y de sus patillas se desprendían unos pocos hilos de canas brillantes que se enterraban entre el nudo de su pelo. Tenía unos treinta y tres años. Yo no la veía hacía cinco o seis. Miré sus piernas y no pude ver nada. Estaba vestida con un manto parecido a costales tejidos que bajaban hasta sus tobillos, y alhajas plateadas que le colgaban del cuello en gajos. Estaba descalza y no llevaba maquillaje, pero conservaba algo que todavía la hacía atractiva. Imaginé sus muslos y sus axilas y no pude más que verles completamente blancos.
-Te presento a Astrid-, dije. Roberta la miró y se acercó a ella tomándola por los hombros. De nuevo puso su oreja para recibir el beso.
-Mucho gusto, Roberta.
Astrid y yo nos sentamos de nuevo. Luego Roberta volteó a mirar a Charly, que para entonces estaba preparando la hooka para que fumáramos.

-Chito, ¿vamos a fumar antes de comer?, -pregunto Roberta.
-Lo que tú quieras, Rob. Muchachos, ¿qué prefieren?

Yo paso. Alguien debe manejar ese chéchere de vuelta a la ciudad, -dijo Astrid.

-Tú te lo pierdes-, dijo Charly. Esta cosa es lo mejor. Un plom y quedas en las nubes. Es de mi propia cosecha. Mira-. Mostró una bolsa de plástico negra llena de moños de marihuana de distintos tonos de verde, como la piel de una iguana hecha jirones.
-Charly se ha vuelto un genio para los trabajos del campo-, dijo Roberta. -Vivo con todo un profesor Yarumo-. En ese instante oímos unos graznidos espeluznantes y un golpeteo muy fuerte en la puerta de la cocina. Parecía que la fueran a tumbar. Astrid dio un salto y me agarró del brazo. Volteamos a mirar hacia la puerta.
-¡Charly! ¡No sacaste a Buda!-. Charly seguía acomodando cazos y mangueras y llenaba la barriga del aparato con un hilito de agua. Lo hacía con dedicación. Roberta fue corriendo hasta la puerta y la abrió dejando salir un cerdo gris y rosa del tamaño de un niño de dos años, con las orejas casi tapándole los ojos. Movía su nariz de arriba abajo y daba saltitos rápidos por la alfombra y sus pezuñas hacían clik click click cuando le daba al baldosín. Luego Roberta Lo levantó del suelo y lo abrazó poniendo su cara contra el hocico inquieto del cerdo que graznaba y batía su rabo enroscado.

-¿Quién es mi vida? ¿Mi amor? ¿Quién?-. Roberta lo mimaba y el cerdo casi moría de un infarto mientras batía sus patas.
-Ahora vas a portarte bien, -dijo Roberta al cerdo-. -Tenemos visitas-.

El animal salió en estampida y llegó a olisquearnos. Metió su hocico entre las piernas de Astrid y la hizo dar un salto sobre el sofá.

-¡Buda! ¡No! ¡Malo Buda! Chito, llévalo a su cuarto y dale unos juguetes. Si no, no nos va a dejar en paz. Es un loco ese niño-, dijo dirigiéndose a nosotros. Astrid estaba paralizada, pero luchaba por disimularlo. Charly dió una última mirada al armazón de la hooka y se levantó. Luchó un minuto por agarrar al animal que resistió, pero finalmente lo pudo alzar por la espalda dejando expuestos sus testículos en crecimiento. La panza era lisa, lampiña y pálida, no muy distinta a la de una mujer pequeña. Salió por la puerta hacia el cobertizo y se perdió de vista con el animal dando gruñidos.

-¿Tienen hambre?-, nos preguntó Roberta mientras alizaba su ropa y ordenaba sus collares.
-Un poco, pero haremos lo que ustedes ordenen-, dije amablemente.
-Yo sí. Muero de hambre-, dijo Roberta. -Les gustará lo que preparé. Voy un segundo a la cocina a ver cómo van las cosas. Qué pena el disparate.-. Cuando desapareció tras la puerta, Astrid susurró:
-Dios mío. ¿Qué carajos fue eso?
-Un cerdo.
-No seas imbécil. Ese puto cerdo casi me viola y te me quedas viendo no más. Además, ¿quién putas tiene un cerdo de mascota?
-Muchas personas. Hay gente que duerme con serpientes.
-Es un asco. Voy a tener pesadillas durante meses.
-No exageres. Y deja de susurrar.
-Si no susurro, grito. No me habías dicho que estaban tan locos.
-Yo no creo que estén locos. Tal vez sólo están aburridos.
-Aburridos, un culo. Lo que están es chalados. De verdad hay gente para todo. Parece que AMARA a ese bicho.
-Voy por otra cerveza, ¿quieres?
-No. Quisiera irme. Tengo ganas de vomitar.
-Trata de calmarte.

Fui hasta la cocina. Roberta estaba en cuatro patas con la cabeza metida entre una alhacena. Su culo se veía bastante forrado y, de repente, los trapos con que vestía parecieron menos horribles. Hacía ruido con el metal de las ollas y sartenes.

-¿Charly? ¿eres tú? No encuentro la maldita bandeja. ¿Charly?
-Soy yo. No soy Charly. Vine por otra cerveza, si no te importa.
-Nada de eso. En la nevera encuentras las que quieras. No pidas permiso la próxima vez. Sólo vienes y la agarras y ya-. Dijo todo eso con la cabeza todavía clavada dentro del negro hoyo.
-¿Necesitas ayuda?
-Eres un santo. ¿Podrías mirar en los cajones de allá arriba a ver si está una bandeja de flores amarillas?
-Claro-. Miré entre unos compartimientos. Sólo vi suciedad y polvo endurecido como arcilla. Había telas de araña y un montón de hojuelas gruesas y duras que alguna vez fueron cáscaras de mandarina. Luego vi hacia abajo y encontré la punta de la bandeja asomándose tras la nevera. La saqué y la entregué a Roberta.
-Gracias, lindo. Ahora llévate tu cerveza y vete a acompañar a tu mujer.

Salí y Charly estaba sentado en mi lugar junto a Astrid. Los dos voltearon sus cabezas para mirarme. Yo me quedé parado con mi cerveza en la mano. La media erección que había logrado en la cocina se esfumó.

-Ven, Nene-, dijo Astrid. Charly estaba mostrándome lo que hace acá. Es fascinante. ¿No quieres verlo?
-En realidad pensaba en fumar un poco de esa cosa que armaste.
-Oh, ah, oh. Claro, claro, por supuesto. Después seguimos viendo estas cosas. Ahora lo que importa es que pasemos un buen rato juntos-, dijo Charly.

Charly puso la hooka en medio de la mesa del centro de la sala y nos arrodillamos. Cada uno tomó una de las mangueras y, en el otro extremo, Acercó un encendedor. La máquina hacía burbujas y de la manguera salió una enorme bocanada de humo que me hizo atorar y toser con fuerza. Di un largo tirón a mi cerveza.

Estuvimos fumando un rato, pasándonos la manguera de la hooka. Roberta llegó y cayó pesadamente a mi lado, levantando un poco de viento.

-Si no me apuro, me dejan sin nada-.
-Esa es una doble negación-, dijo Charly.
-¿Cómo?-, dijo Roberta conteniendo una bocanada de humo.
-Lo que dijiste, “me dejan sin nada”, es una doble negación.
-Y bueno, Don Ezequiel Uricoechea, ¿cómo se supone que deba decir que si no corro me joden?

Reímos. Astrid también lo hizo. Sentí la rodilla de Roberta apretarse contra la mía durante la risa general. Miré a Astrid y le pregunté:

¿Quieres un poco? Un poquito no te va a matar.
-Gracias nene, paso. Ya estoy turra sólo de estar acá. Voy a la cocina a buscar agua. No te importa, ¿verdad Roberta?
-Adelante.
-Voy a cambiar el porro. Éste ya murió-, dijo Charly sosteniendo el moño quemado entre los dedos. Se levantó y fue hasta la mesa en donde tenía la bolsa, sacó un moño grande y comenzó a romperlo en pedacitos que ponía en un plato. Roberta se inclinó por el paquete de cigarrillos junto a la hooka, sacó uno, lo encendió y volvió a recostarse junto a mí.
-Mírame-, me susurró.

La miré y exhaló el humo sobre mi cara, con sus labios haciendo un agujero del que salía un hilillo apenas perceptible de humo. Se me puso dura instantáneamente. Charly regresó con la hierba y la metió en el cazo después de desechar la que estaba quemada.

-¿Listos para el Round Dos?-, preguntó alegremente.
-¡Lista!-, dijo Roberta inclinándose para coger la manguera que Charly ofrecía al primero que la recibiera.
-Esta vaina está buenísima-, dije.
-Te lo dije. Charly es un experto.

Oímos el agua del baño y Astrid salió con un vaso de agua en la mano. No me había dado cuenta de que hubiera entrado.

-Ya vengo-, dijo Roberta. Es hora de comer. Ya me dio la munchies. Y salió hacia la cocina.

Astrid posó su vaso de agua junto al cenicero lleno con las colillas aplastadas. Se sentó en una poltrona, y quedó con los brazos a los costados como si estuviera en una bañera. Dio un suspiro profundo cuando estuvo inmóvil. Su vestido se había encaramado sobre uno de sus muslos, pero no hizo nada para corregirlo. Era un muslo bastante apetitoso y pensé en mi suerte. Mientras Charly terminaba la operación de la hooka, Astrid lo miraba. Luego de un momento, dijo:

-Charly, ¿Sabes qué me gustaría? Me encantaría un gran vaso de fresas con crema.

Charly levantó la mirada y se detuvo en las piernas de Astrid. Luego me vio. Dijo:

-Hay pocas maduras, pero seguro encontraremos alguna que otra que se pueda comer. Las fresas son tan generosas.
-Yo iría por unas-, dijo Astrid. .
-Tendría que acompañarte, ¿no?-, dijo Charly, pero el “¿no?” era para mí y lo dijo viéndome.
-Pues, ¡vamos!-, dijo Astrid emocionada, saltando de la silla. Se acercó a Charly y lo tomó de la muñeca llevándoselo. Él simuló una pesadez que no tenía y se dejó arrastrar hasta la puerta, por donde se fueron riendo. Los oí alejarse.

Al poco tiempo Roberta salió de la cocina con una bandeja llena de verduras de distintos colores, y unos cubos blancos que parecían queso.

-¿A dónde se fueron?
-Están buscando unas fresas.
-¿Fresas?
-Eso dijeron.
-Fresas, fresas, fresas, dijo como terminando un suspiro.
-Astrid y tú se ven bien juntos. Es bonita.

Hubo un silencio. Luego Roberta dijo:

-¿Te acuerdas de nosotros? ¿Alguna vez? Yo a veces lo hago. Charly es un aburrido. El otro día antes de llamarlos a invitar pensé en lo bien que la pasábamos, ¿te acuerdas?
-Todavía me cuesta creer que vivas acá. Nunca lo hubiera imaginado.
-Charly es un gran tipo. Él me salvó la vida, ¿sabes? Cuando todos los demás me abandonaron, sólo él me dio la mano. Te pregunté si piensas en nosotros.
-No sé, de pronto alguna que otra vez.
-Yo sí. Hace poco soñé contigo un sueño muy real. Parecía que estabas ahí, ¿sabes?. Charly dormía y roncaba. Fue como estar en dos lugares al mismo tiempo.
-Dios, Roberta.

Se me acercó a la cara, sacó la lengua de su boca y pasó la punta sobre mi barbilla, labios y llegó a la punta de la nariz. Abrí la boca y entró con su lengua plena hasta el fondo de mi garganta. Hice lo mismo. Las pelotas me dolieron. Luego separé a Roberta por los hombros y le dije: -Para.

Oímos pasos afuera. Me pasé una mano por el pelo y me limpié la boca con la manga del saco. Se abrió la puerta y entraron Astrid y Charly con una caja de cartón. Astrid masticaba una fresa que acababa de morder.

-Hola chicos-, saludó Charly-. Trajimos unas fresas de lujo. Están deliciosas.

Astrid siguió de largo y puso la caja en medio de la mesa. Escogió una fresa y se la metió entera a la boca. Cogió otra y se la ofreció a Charly haciéndole un ademán para que abriera la boca.
-Vamos a ver cómo ando de puntería. Abre bien. Charly abrió la boca. Parecía un círculo rosado en medio de la barba negra. Astrid lanzó la fresa y le cayó justo en medio de la lengua. Charly masticaba y reía con Astrid.
-¿Ven? No he perdido el tino-. Cogió otra y se dirigió a mi.
-Ahora tú.

Abrí la boca y la lanzó. Me pegó en el ojo. Se dobló con una carcajada. Yo recogí la fresa del suelo y me la comí. Roberta se asomó a la caja con las fresas y dijo: -Están muy verdes. Charly, a estas fresas les faltan por lo menos dos semanas.

-Cogimos del suelo la mayoría. Pruébalas, están muy ricas.
-Se ven verdes.

Roberta escogió moviéndolas con el dedo, escarbando entre las pelotitas deformes, algunas todavía blancas, buscando alguna que estuviera a su gusto. Creo que tuvo éxito.

Decapitados

Mi primer cuento fue sobre cómo moría decapitada la directora de mi colegio al acercarse demasiado al columpio en donde iba yo a toda velocidad de un lado para otro. Le arrancaba la cabeza y había sangre púrpura y brillante por todas partes. Las niñas lloraban y los niños empezaban a jugar fútbol con la cabeza. Uno de ellos le sacó el ojo de una de las cuencas, se paró frente a las niñas y se lo metió en la boca haciéndolo explotar. Ellas gritaron y varios vomitaron. Luego vino la risa.


La profesora de literatura me llevó ante la Directora. Clara. La Directora Clara del Centro de Educación Individual. Me hicieron sentar en una mesa redonda a un costado de su oficina. Había un montón de cuadritos con fotos de plantas de follajes coloridos por toda la pared y varios trofeos dorados con medallas enredadas en ellos.. El psicólogo estaba en uno de los asientos con sus codos sobre la mesa y los dedos entrelazados bajo la barbilla. Cada uno tenía una copia de mi manuscrito frente a sí. El psicólogo empezó:

-¿Sabes por qué te llamamos?

-No-, contesté. Y en realidad no sabía.

-Te llamamos por lo que escribiste sobre Clarita.

Clarita tomó la hoja de papel entre sus manos y la alzó un poco de la mesa. Me miró y dijo: -A nosotros nos parece que esto no está bien. ¿Qué te hizo escribir algo como esto? ¿Es que me odias?-.

-No señora.

-Pero quieres que muera, ¿no?

-Claro que no señora. No quiero que usted muera, –dije-. Todo lo que sabía de la muerte era por un canario de mi papá que apreté entre las manos hasta que dejó de respirar. Lo saqué de la jaula para verlo como hacía mi papá, para saber si era macho o hembra soplándole la panza. Me acuerdo de su vitalidad y de cómo volaba desesperado de un lado a otro esquivando mi mano, de la velocidad de mi corazón, y también de su quietud cuando me di cuenta de que no se movía y lo puse de vuelta en la jaula sobre el periódico. Mi papá nunca dijo una palabra al respecto. Simplemente cogió su pañuelo y sacó al muerto de la jaula tirándolo a la basura. No hubo tristeza ni lágrimas. Supongo que tenía a otros cincuenta por alimentar y cuidar.

-Llevo veinte años educando a niños de todas las edades, y es la primera vez que leo algo como esto. ¡Y en cuarto de primaria!-. La directora apretó su entrecejo con las puntas de los dedos y suspiró con los ojos cerrados. Sentí que una llama de orgullo se encendía en mi pecho. Se me notó.

-¿Estás sonriendo? Esto no es para reír. Esto es grave. Podríamos considerar esto como una amenaza y eso es una falta grave. Héctor, ayude a este muchacho. Confío en usted-. La directora salió y cerró la puerta con firmeza.

El psicólogo sacó una libreta y unas hojas y comenzó a hacerme preguntas. Que si mis papás me pegaban, que si se odiaban, que si alguien en la familia me había tocado de forma “incorrecta”, que si alguien había muerto. No-no-no-no. Imagino que de haber contestado a alguna de esas preguntas con un “sí”, el tipo hubiera dicho “¡Eureka!, tenemos un niño traumatizado”, pero no. Nada de eso. Luego el tipo me pasó una caja de colores y me pidió que pintara lo primero que se me viniera a la cabeza. Pinté unas montañas ocultando la mitad de un sol naciente, y un riachuelo que atravesaba el prado recién cortado frente a una cabaña de madera coronada por un hilillo de humo que salía por la chimenea de ladrillo. Un par de aves surcaba el cielo y una pequeña oveja las veía volar hacia el horizonte mientras anhelaba su libertad.

El tipo cogió el dibujo y se quedó viéndolo un momento.

-Es muy bonito. A la directora la va a gustar saber que has pintado esto-. Yo no entendía cuál era realmente la diferencia. Era una mentira como la anterior, pero por alguna razón se hacía más aceptable, más “bonita”. Comprendí que todo el mundo quería que le dijeran mentiras bonitas y que eso de alguna manera se relacionaba con el arte. Comencé a amar el arte inmediatamente.

miércoles, 26 de enero de 2011

GORDA

Mi mujer está gorda. No es simplemente un caso de unos kilitos de más en su cuerpo rollizo, sino que está verdaderamente obesa. Cuando visitamos a su familia, los observo a todos tratando de descifrar si su descomunal tamaño viene de alguna línea genética visible, pero hasta el día de hoy no he visto a ninguno que se le asemeje en tamaño, ni siquiera un poco.

No siempre fue así. Cuando nos casamos tenía un cuerpecito delgado, con los huesos marcados debajo de las axilas, unas piernas largas y bronceadas, y su cuello se levantaba como una torrecita para sostener su rostro que brillaba como si tuviera luz propia. Me acuerdo que en esa época no le podía quitar las manos de encima y teníamos mucho sexo atlético y sudoroso. Hace poco estábamos viendo fotos viejas, de antes de casarnos. En una de un paseo al río, mi mujer tenía puesto un bikini rojo que me producía celos porque llamaba la atención de los demás hombres. Sus tetas se veían bien, paradas y duras, y la pieza de abajo era un hilo dental que se metía entre sus nalgas para desaparecer en la oscuridad de su entrepierna. Vimos las fotos con detenimiento y, mientras sacaba una cuchara repleta de helado de vainilla y almendras para llevarla a su boca, dijo “En esa época tenía mucho acné. Era horrible.”

Hace dos años comenzó a comer, exactamente en su cumpleaños número treinta. Se comió medio pastel de chocolate con caramelo, y luego dijo, mientras cogía con las dos manos su entonces pequeño balón de estómago, “quedé llenísima, pero quiero más…”. Desde entonces siempre piensa en comida. Al cabo de un tiempo, también en las noches atacaba la cocina para comer “una dosis”, como le decía a los antojos. Pero lo que en un principio fue una serie de pequeños caprichos gastronómicos de medianoche que se llevaba a la cama, se transformó en una cena adicional entre la comida y el desayuno, que se comía sentada en el comedor a las tres de la mañana. A veces, para no ensuciar la vajilla y tener que lavarla una y otra y otra vez, mi mujer se come una mezcla de todo lo preparado directamente de la olla en donde cocina, de modo que con una cuchara basta para consumir todos los alimentos de una vez.

Mi mujer suda mientras come. Se sienta frente a la olla llena de comida picada y revuelta, truena los dedos, coge su cuchara con la mano derecha, guarda la otra bajo la mesa, enfrenta la montaña de comida y se pone a comer. Se mete las cucharadas colmadas entre la boca a tal velocidad que se alcanzan a ver los pedazos sin masticar del bocado anterior. Me ha dicho que le preocupa quedarse sin dientes, pero le contesto que no se preocupe, que tengo un amigo odontólogo que con gusto le haría una boca nueva con dientes más fuertes.

No sé cuánto ha crecido mi mujer desde que empezó a comer, pero creo que estamos al borde de una crisis. Hace como un mes estaba yo en la cama viendo televisión cuando comenzó a hacerme juegos y a tocarme con sus manazas sobre el pantalón tratando de bajarme la cremallera. Al principio yo no quería porque estaba algo cansado del trabajo, pero ella estaba como un animal, mezcla de salvaje y burda carne caliente, con su enormidad amenazante haciendo sombra sobre mi cama. Fue al clóset y se puso un pequeño vestido rosa con encajes y un brasiercito negro que traslucía por el velo sedoso. Se me acercó despacio y me dio un beso en la mejilla y comenzó a jugar con sus tetas frente a mí. Luego salió un minuto del cuarto y volvió con una pata de pavo en la mano masticando el mordisco que le había dado. La luz que entraba por la ventana se reflejó en sus labios grasosos haciendo destellos. Gotas de aceite caían de la pata al piso y ella las aprovechó para jugar un poco más untándose grasa en sus gigantescos pezones. Se puso la pata en la entrepierna como si fuera un pene y me lo mostró levantado hacia el techo. Comenzó a masturbar lentamente la pata y a subir y bajar su mano sobre ella. Luego la subió y le dio otro mordisco que, a medio masticar, me escupió sobre el cuerpo y me dijo que me lo tenía que comer si quería seguir viendo. Me tocó comerme su pedazo masticado, pero aún tenía algo de sabor. Rogué para que no me fuera a tocar ponerme debajo de ella. Estaba preocupado ante un aplastamiento.

Cuando terminamos, ella jadeaba exhausta boca arriba y su carne ocupaba casi toda la cama. Yo en mi esquina, desnudo, me sentí al borde de la muerte. Su respiración ocupaba casi todo el aire de la habitación y, como me sentía algo mareado, le pedí que me dejara abrir la puerta. “Tengo hambre”, dijo. Le dije,“te voy a preparar algo. Ya verás cómo te va a gustar”. Ella sonrió y me preguntó si no le había parecido algo extraño lo que hizo con la pata del pavo. Parecía que estaba preocupada por eso. Yo le dije que la gente en la intimidad hace cosas así, y que no había de qué preocuparse. “Estoy brava contigo. Es increíble que no la hayas encontrado.” Yo sabía que me hablaba del incidente, pero no es fácil encontrar en la penumbra el pliegue exacto en donde está su vagina. Cuando vio que me había equivocado, amorosamente corrigió el camino y me llevó hasta donde debería ir. Lo que le molestó más, me dijo, fue que yo no me hubiera dado cuenta, pero la sensación es prácticamente la misma. Tengo eso para excusarme.

Ahora su tamaño está hecho de un conjunto balanceado de redondeces y óvalos. La cabeza parece una protuberancia sobre sus hombros, como si alguien hubiera metido la mano dentro de su cuerpo y hubiera sacado de sus entrañas medio melón haciéndole luego un par de rayas para los ojos. Su piel se agrupa en capas desde el cuello hasta los muslos, una encima de la otra, como quedan los conos de helado cuando se sirven de una máquina. Cuando se viste de verde y se pone los aretes grandes que le regalé, parece un árbol de navidad. Otro día tuve curiosidad de ver si alcanzaba su ombligo. Ella me retó con una sonrisa y meneó el dedo diciendo "no, no... No eres capaz..." Claro, como a cualquiera cuando lo retan, no pude resistirme y tuve curiosidad así que le dije que se quitara el camisón y antes de comenzar la búsqueda, dijo "yo misma he intentado muchas veces, y nada. ¿Crees que no me baño?" Ella parecía contenta. Me gusta verla así, de modo que le seguí el juego. Remangué mi camisa en el brazo derecho hasta el bíceps, puse la punta de mis dedos en el vórtice del remolino en donde calculaba yo que podría estar su ombligo y entré. Pensé que podría haber usado algún lubricante, pero ya estaba hecho. Era como meter la mano entre dos colchones cuando hay diez personas sobre la cama. En un punto, cuando iba por el codo, sentí temor por mis huesos, especialmente cuando ella se reía por las cosquillas y se movía de arriba abajo: ya se sabe que el brazo de una persona puede doblarse sólo hasta ciertos ángulos. Aunque el sudor me ayudaba a resbalar por los vericuetos de su piel, estaba muy cansado. Me iba a dar por vencido cuando toqué algo metálico que identifiqué inmediatamente como una moneda. La agarré con fuerza y la saqué al exterior después de haber naufragado quién sabe hace cuanto entre su piel. Se la mostré a mi mujer y se puso feliz. “Uy”, dijo, “mis cuentas sí estaban mal, después de todo… pensé que alguien me habría robado. Pero sigue, que esto será plata, pero no es ningún ombligo…” Yo, la verdad, no quería seguir, pero habiendo encontrado algo me picó la curiosidad y quise saber qué más podría encontrar entre su inmensidad. Cuando terminé la exploración mi mujer estaba casi dormida. Yo estaba sin camisa y sin pantalones, y en ocasiones tenía que tomar aire para meter mi cabeza dentro de ella porque el brazo no alcanzaba el fondo. Tenía que hacer fuerza con mis pies sobre la pared para entrar así fuera sólo un centímetro más. Así estuvimos cerca de una hora, en un mete mano-saca cosas. Al final había en un montoncito: un pasaporte, una caja con dos donas rancias y aplastadas, mi reloj de pulsera perdido (sin pila), un llavero, un par de calzoncillos míos y una bolsa con semillas que no pude identificar. Seguramente hubiera encontrado más cosas, pero estábamos muy cansados de modo que me quedé dormido sobre ella. Siempre fue cómodo acostarse sobre su vientre. Por cierto, nunca encontré el ombligo; ella generalmente tiene razón.

Hace una semana que no duermo en el cuarto. Ella dice que ha estado enferma y que prefiere que no entre. Oigo bajar el agua del inodoro unas diez veces al día, y la televisión está a todo volumen, pero no me dice nada. Le dejo la olla con su mezcla de comida en la puerta y me pide que me aleje, incluso que me vaya. Cuando regreso, así haya estado afuera sólo cinco minutos, la olla está vacía en el mismo sitio en que la dejé. Eso pasa muchas veces diarias. Ahora no tiene que pedírmelo: simplemente hace sonar una campana y me pongo a cocinar. En mi trabajo ya no toman más excusas para ausentarme, pero no soy capaz de dejarla sola y enferma.

Unos días antes de encerrarse, mi mujer me dijo que estaba preocupada porque nada la saciaba. Su hambre estaba consumiéndola. Ese día volví del trabajo y la vi sentada en medio de la sala viendo televisión. Estaban dando un programa sobre la preparación de un cerdo rostizado. Estaba imbuida en el programa tanto que no me sintió llegar. Le dije “hola” varias veces, pero su mandíbula se suspendía abierta sobre una de las papadas que le caían del cuello y de su boca salía un chorro constante de saliva. Como pude, subí una pierna sobre una de sus rodillas, busqué una saliente de las caderas en dónde apoyarme, me sostuve de una mano cerca de su cuello y logré balancearme hasta subir al nivel superior de su cuerpo. Al no ver ninguna reacción con todo el movimiento, me preocupé y di un último salto hasta sus hombros en donde le grité al oído “¿QUÉ TE PASA?” y ella se asustó, obviamente, y levantó una mano hasta su hombro como para espantar un insecto lanzándome al otro lado de la sala, en donde caí casi inconsciente entre las dos neveras. Al verme volvió en sí y dio un alarido mientras se me abalanzaba para recogerme. Me dio un beso en la cabeza que me dejó saliva entre los oídos y me pidió perdón mil veces en tanto me ponía en medio de sus tetas y se levantaba para llevarme a hacer una curación de mis heridas. “No es grave”, le decía yo, pero ella no paraba de pedirme mil perdones por lo que había hecho. Estaba de verdad arrepentida. Me dijo que si hubiera de matar a todos alguna vez yo sería el último. Luego se puso a llorar. Traje un vaso para recoger sus lágrimas, pero se llenaba al poco tiempo y luego decidí ir por un balde que tampoco sirvió. No quedaba más que mojarme, pero me pareció poético que lloviera dentro de mi casa, así que me dejé llevar.

Anoche intenté entrar al cuarto. Quise ver cómo estaba y si podía dormir en la cama, porque estaba cansado del sofá. Traté de abrir pero no pude. Parecía que hubiera trancado la puerta con algo, posiblemente el armario de la ropa, así que tomé impulso y me abalancé con todas mis fuerzas y le di una patada con tal fuerza que le abrí un hoyo en la madera del tamaño de un balón de fútbol. Cuando quise asomarme al hueco para ver cómo estaba mi mujer, me encontré con una especie de líquido viscoso y rosado que salía despacio, a la velocidad en que se mueve la miel dentro de un frasco. Di un paso atrás y comencé a ver cómo brotaba esa masa con algunos pedazos de pelo, un ojo, una mano que reconocí porque llevaba la alianza del matrimonio, sus pies, primero uno y a los cinco minutos el otro, y kilos y kilos de piel imposible de identificar. La puerta cedió al ímpetu de la carne y se rompió, dejando caer a mi mujer descuajada sobre el piso. Pensé que estaría muerta, pero unos ruiditos dentro de las capas de carne llamaron mi atención y comencé a buscar la fuente hasta que encontré su boca que me decía, “tengo hambre… tengo hambre…” No sé qué voy a hacer con ella. He pensado en dejarla ahí en la sala, pero me preocupa que comience a tener mal olor y los vecinos puedan decir algo. Yo seré el marido, pero no le voy a limpiar el culo ni aunque supiera en dónde está. Por ahora voy a ver si duermo sobre ella hasta que encuentre la forma de sacarla sin hacerle tanto daño.

viernes, 7 de enero de 2011

somos unos vagos



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llego a la oficina, tarde después de una hora en el bus aguantando saltos, empellones y sacudidas. el bus navega por la calle como una serpiente en el desierto. el que lo maneja cree que está solo en el universo. las fuentes de la vida que lo mantienen vivo están conectadas mediante tubos a sus brazos y su pie derecho. y fluyen eternamente. sólo existen él y su aro giratorio, las imágenes de las vírgenes en el parabrisas y una vía al infinito que lo espera. persigue arcoíris en su delirio. los pasajeros esperan sentados la hora de su juicio, en silencio; vamos en la barca de caronte. me bajo del bus y llego a la puerta del edificio. hay policías en la entrada, pero nunca nos revisan. llevo un moño de porro en una bolsa entre la mochila. paso mi carnet por el sensor electrónico y la barra de metal se corre automáticamente dejándome entrar. “buenos días, señores (hijueputas)”.  la oficina está asquerosa. hay polvo por todas partes y el golpeteo perpetuo del martillo de los remodeladores se hace intolerable. sale una mujer que trabaja conmigo y me habla. hace algún comentario sobre la nube de polvo que nos va a matar si seguimos en estas condiciones y me pregunta ¿cómo haces para soportarlo? le digo que no me molesta. la mujer vino a la oficina con su hijo de cinco años que se asoma entre sus piernas y me mira. tiene un tapabocas sobre la cara y sale corriendo cuando lo veo a los ojos. las luces de este sitio deberían ser restringidas para salas de manicomios. si se quiere curar a alguien de una enfermedad mental, mejor cocinarlo debajo de estas luces: matan neuronas y la gente se va volviendo cada vez más dócil. llega un tipo y me dice que van a cambiar las redes de comunicación de lugar y que es posible que nos quiten de acá. me encojo de hombros y le digo que está bien por mí. se me acabó el café. sirvo más. pasan con poca frecuencia algunas bellezas. tengo una obsesión por los culos de las que pasan. trato de adivinar qué color de panties tienen o si tienen, si habrán culeado en la mañana antes de venir. esas cosas se pueden leer en las rodillas según la distancia que las separe. con un par de centímetros de más basta. también pienso en cómo lo habrán hecho. no es necesariamente excitante o sexual; es un tema de salud pública. si por lo menos la cuarta parte de los que llenan este edificio no hubieran tenido un orgasmo esta mañana, nos mataríamos. hago una estadística sobre la antimuerte de este sitio de horrores. en verdad no hay ninguna vieja que me guste o a quien quisiera hacerle avances. habría que hacer un collage de bocas, ojos, orejas, culos, formas de caminar, brazos y cuellos, para luego ir a donde esa mujer perfecta y quedarme mudo ante su presencia. tengo un millón de cosas qué hacer. lo sé aunque no me lo hayan dicho. cada mañana encuentro veinte correos en mi buzón y todos dicen haz esto, haz lo otro, sube, baja, vamos a reunirnos, vamos a despedirnos. acaba de pasar una de las perras que más detesto acá. la muy maldita supo que me iban a dar un aumento miserable que, además, bien me merezco, y se quejó. después vino con su jeta embadurnada de rojo intenso carmesí y me dijo “¿sabías? decidieron que a nadie este año le subirán de sueldo. a nadie”. “no, no sabía”, le dije. esta y las otras zorras, tan pronto se enteraron de mi beneficio, bien merecido, fueron a pedir el de ellas. obviamente no se los iban a subir a todas, así que por mantener el bienestar general, me bajaron a mí. para mi ojo buscador incansable de culos, el de ellas no existe. es como el culo de los coneheads de la película: sin raya y con un hongo en cada nalga. extraterrestres desculadas. sólo una de ellas tiene una masa enorme de trasero y a esa cuando la veo no puedo imaginármela más que sentada cagando bollos enormes. a esa la odio sobretodo porque se gana el doble que yo y trabaja menos de la mitad. el jefe de la obra va a morir pronto, posiblemente de una puñalada o con un pedazo de vidrio en el cuello. le da órdenes a los obreros como si fueran bueyes: cargue este bultico, muévame éste archivadorcito, que si no me quita estas macetas de la esquina le aviso al ingeniero, que por qué tienen que dejar su basura acá en la entrada, que nada que me pintan esta pared. los obreros obedecen y lo miran con ojos asesinos. sería algo interesante para variar. su cuerpo encontrado en uno de los baños, la inquietud de las personas excitadas  ante la presencia de la muerte, las manos de las mujeres sobre la cara, llantos de espanto, las cabezas agolpadas en la puerta tratando de ver el cuerpo y el charco de sangre morada de la carótida creciendo como un derrame de lava. un celador con un walkie-talkie habla con otro para contener la escena mientras llega la policía,  la sensación de alarma que despierta en todos la ola de un chisme grande que los saca de la rutina, de sus asientos y que les recuerda lo que es estar vivos cuando sale el cuerpo ensabanado por la puerta. afuera hay una especie de día hermoso. no lo puedo ver más que a través de una ventana manchada de pintura y óxido en su marco. es hermoso porque se pueden ver las cornisas de los edificios llenas de palomas. si yo fuera una paloma no haría más que cagar sobre la gente. la gente cagada por una paloma se vuelve bella. se les despierta en medio de sus almas una extraña sensación de decoro. los adultos nos volvemos muy estúpidos de muchas maneras, especialmente cuando hay un día hermoso afuera y queremos vernos bien frente a los demás. con frecuencia me sorprenden las mujeres que se ponen faldas en esta ciudad llena de lobos. muestran piernas deliciosas y emiten toneladas de feromonas que los hombres perciben con su nariz, les entran por los adenoides atravesando la barrera de mocos y le pegan al cerebro con una fuerza descomunal que se transfiere directamente a los genitales en forma de calor, haciendo imposible mantener la vista alta y la verga en calma. pasa unas cincuenta veces diarias, a lo menos. es demasiado estrés para un cuerpo y la vía de desahogo más rápida es, obviamente, una maravillosa masturbación en donde se mezclan todas las imágenes por colores, formas, tamaños, olores y cercanías, pasando como un álbum de fotos en la cabeza mezclándose una que otra vez con fantasías de lo que hubiera podido ser. luego del hormigueo en las piernas y de la explosión, se va por el sifón todo el líquido, el álbum con las imágenes y las imaginaciones y, por un relámpago, la mente queda limpia, en blanco, cerca al nirvana. drogada y saneada al mismo tiempo. este maldito ruido es insoportable. ya voy por la cuarta taza de café y, mientras la sirvo, me llama a lo lejos la loca bipolar. la loca bipolar me sacó de mi escritorio. la loca bipolar está enferma de altivez y amargura. hablar con ella es como hablar con un maniquí tostado en un incendio. las manchas de su cara están tapadas con una especie de estuco marrón sobre el que pone color y parece que a sus labios los hubieran llenado con cemento. no deja los ojos quietos en ninguna parte ni mira a nadie a la cara. es una de esas viejas que tuvo plata y que necesita trabajar, pero según ella todo lo hace por caridad. la buena loca bipolar cree que tiene una corona en su cabeza y trata a los demás como peones de su corte. todos para ella somos clases distintas de basura: unos somos ñeros, algunas son levantadas, otras estúpidas, algunos desagradecidos y otros, la peor clase, somos unos vagos. no sé qué querrá la vieja, pero tengo que salir a fumar y me toca pasar al lado de ella. hoy realmente no quiero ver a nadie o, pensándolo bien, no quiero que nadie me vea... no pasó mucho mientras el cigarrillo. hay una manifestación afuera de unos que quieren que les paguen mejor salario. le gritan al jefe que salga y dé la cara para proceder a lapidarlo. se me está cayendo la piel de las manos. investigué un poco y es un síntoma que concuerda con etapas iniciales de cirrosis. pero si todavía no me ha dado, dudo que ahora se empiece a manifestar de la nada. llevo veinte años bebiendo sin descanso y hasta ahora lo peor que me ha dado es un guayabo espantoso que me dieron ganas de arrancarme la cabeza. vomité dos días seguidos y mi cuerpo no podía mantener la comida dentro. solamente aguantaba jugo de naranja. claro que esa vez mezclé el trago con algo de fuá. el fuá es delicioso cuando se toma en dosis moderadas. cuando se exagera es que vienen los problemas de sueño, paranoia, palpitaciones  e inanición. pero lo peor es la paranoia. sentirse perseguido es de lo más jodido de soportar para la mente. es el reflejo humano de la huida exacerbado al mil por cien y, como todo buen instinto, es bastante intenso. es querer largarse de donde uno está sin razón para hacerlo. una parte del cerebro sabe que no hay peligro, pero la otra empuja con todas sus fuerzas al cuerpo para correr. ahí se puede quedar alguien muchas horas esperando a que se decidan. el fuá mezclado con trago mejora mucho la balanza. un depresor junto a un estimulante. es un milagro que el cerebro no haga corto circuito. todo con moderación es bueno. un poquito de zoofilia, un poquito de necrofilia, un poquito de drogadicción, un poquito de demencia, un poquito de gula, un poquito de impulso homicida, un poquito de odio, un poquito de envidia. un poquito, no exagere. un poquito mantiene despierto al cuerpo, y a la mente trabajando constantemente para superarse. un poquito de todo no mata a nadie. me estoy arrancando pedazos largos de piel muerta de mis manos. me he comido algunos. saben a sal. supongo que un poquito de canibalismo tampoco es malo, aunque nunca he oído hablar de autocanibalismo, excepto en un cuento pésimo que leí hace poco sobre un tipo que comienza a comerse a sí mismo comenzando por los pies. he oído hablar de tipos que se la pueden chupar ellos mismos, pero lo otro es simplemente ridículo... estaba releyendo lo que he escrito y la imagen del muerto saliendo con la sábana me trajo a la memoria la vez que fui testigo de un suicidio. estaba en la universidad en clase de estadística durante las vacaciones porque necesitaba nivelarme para el semestre entrante. éramos unos veinte en el salón y hacía un calor voraz que consumía todas las energías. al único que le sobraban era al profesor, un tipo enjuto de tez color caca con una chiverita delineada y un millón de ejercicios de mierda en la cabeza. que cuánto es la media de una docena de hijos de puta que quieren comprar cada uno un carro distinto pero sólo dos quieren uno rojo de distinta marca, o alguna mamada de esas. las clases eran de ocho a doce todos los días por tres meses. salí del salón para refrescarme y fui por el corredor hasta el baño. mientras me descargaba en el orinal y trataba de pensar en nada, llegó un tipo gordo de cachetes colorados vestido de corbata y entró en uno de los sanitarios cerrando la puerta. me apuré a terminar antes de que el olor de su cagada me llegara y salí. me senté en una de las poltronas de cuero del pasillo (era una universidad muy elegante) y me puse a leer. no llevaba más de una página cuando otro tipo que había entrado al baño salió gritando como una vieja histérica “¡seguridad! ¡seguridad! ¡auxilio! alguien está desmayado en el baño.” dos viejas de uniforme azul subieron las escaleras desde el primer piso a toda velocidad y entraron al baño. no sé de dónde salió una enfermera y se metió también y luego llegó un médico. corrió el rumor de que estaba muerto. fui al trote hasta el salón y les dije “se acaba de morir alguien en el baño”. salieron todos y, con la alharaca, los de  los demás salones. el pasillo estaba atestado de curiosos y algunas viejas se tapaban el asombro de la boca con la mano. la de seguridad que llegó primero, bajita y bien apretada en su uniforme, sacó del baño una jeringa cogida con un pedazo de papel higiénico y una ampolleta con una etiqueta púrpura que decía “eutanal”. el tipo se había inyectado una dosis como para matar a un toro y yo fui la última persona que lo vio vivo. yo, que salí corriendo de su presencia porque no quería oler sus pedos. se lo llevaron acostado en una camilla con una sábana encima. por eso lo de la imagen. luego supe que el tipo se había matado porque se iba tirando el semestre de derecho y tenía miedo de su papá. el pobre imbécil. cuando supe eso ya no me dio lástima... bien. es la una y dieciséis. no tengo un peso en los bolsillos y al tipo que me da crédito para almorzar en su restaurante ya le debo, entonces mejor ni me aparezco por allá. me han obligado a ponerme uno de esos tapabocas desechables para evitar el polvo de la construcción. les dije que no quería, pero me insistieron que me lo pusiera o que tendría que salir para irme a otra oficina. acá estoy feliz. me traen café cada media hora en un termo y puedo escribir esta basura. nadie me ve y no veo a nadie. el cielo del oficinista. estoy pensando en comida, pero he tomado tanto café que el estómago está enredado. no sabe si sentir hambre o pedirme más café. creo que se lo voy a dar. ¿qué pasará si le mezclo unas ramitas de porro? ¿quedaré colocado? espero que no me vaya a dar ahora un dolor de estómago de la puta madre… no me dio. el coloque es más lento, aunque no sé si se necesite una dosis más alta o qué. nunca lo había intentado en infusión, pero parece bien. sí. estoy un poquitín colocado. vamos a ver poco a poco si la cosa va subiendo de nivel. en fin, mientras pasa, oigo el metrónomo del martillo darle una y otra y otra vez a la pared que cede por muescas. por acá ya casi todos se han ido y la flacura del capataz no volvió a aparecer.  (el tecito va entrando por oleadas muy muy insipientes, pero entra del carajo). tan, tan, pum, tan, pum… ahora son dos martillos, uno en el piso superior y el de esta mañana. hasta ahora noto que sobre mi cabeza hay un tubo de desagüe de los baños de todo el edificio. no lo veo, pero lo oigo constantemente. como estoy en el primer piso, tengo veintiún cagaderos sobre mí que no paran. cada descarga de agua suena y baja con los deshechos de todos mis compañeros: pajazos, sangre, pis y po. shhhhh… suena como un disco de relajación. los excrementos de setecientas personas en este edificio bañándome... una mosca gigante se acaba de posar sobre mi escritorio. es toda negra y peluda y no me tiene miedo. la ahuyento y vuelve para sobarse sus manitos y pasárselas por la cabeza y las alas. anda unos centímetros como un rayo, para y vuela en un círculo-aterriza-se lava las manos-vuela-la ahuyento-hace un círculo en el aire-vuelve-se lava las manos-anda un  poco-para-se va... la enorme mosca se ha dado la vuelta y ahora me mira con sus cien ojos, mueve las alas y olfatea el escritorio sacando su trompita de elefante y pegándola a la superficie. está lamiendo los restos de café de un rodete que ya está duro. “hola mosca”, le digo, “hola bobo”, me contesta. está adicta la pobre. igual que yo. “en eso no somos muy diferentes, mosca”, “tienes razón, bobo, no lo somos. a los dos nos gusta el café.” me he preparado una segunda tacita de té, pero ahora se me pegó al escritorio de atrás una de estas fufurufas y me da culillo tomármelo en frente de ella. ahí  estoy dejando la infusión calar sus tres minutos de rigor en el agua hirviendo para que suelte todas sus facultades. esta vez hice un poco más y le puse un folleto de riesgos profesionales encima para que no se salgan los vapores. es amargo, pero de buen sabor. las ramitas que quedan en la boca hay que macerarlas bien con los molares para que no se pierda nada. es como mascar tabaco o mambe. ha sido un día muy provechoso. voy a la calle a fumar y a ver qué más pasa...





viernes, 10 de diciembre de 2010

MUJERES

¿Desde el principio? Está bien. Le voy a decir desde el principio. Ñato, Federico y yo estábamos tomándonos la tercera botella de aguardiente sentados en la única mesa sobre la acera frente al bar Cristina. Cristina era una mona oxigenada de piernas gordas con venas azuleadas como cables que subían y bajaban electricidad desde sus pies hasta el chocho húmedo como para recargarlo. Cada rato venía a limpiar la mesa y meneaba sus tetas apretadas frente a nosotros haciendo círculos con el trapo sucio. El amplio par de tetas se quería escapar de la blusa negra y los pobres botones resistían con esfuerzo. Se alcanzaba a ver el encaje de su brasier en los resquicios de la ropa. Una cagada de pájaro explotó en el suelo y a Ñato le llovieron algunos pedazos de mierda líquida en el zapato. “Mierda”, dijo. “Ahora me caga un pájaro”, dijo, y sirvió otra ronda de aguardiente para los tres. “Pájaro hijo de su puta pájara madre”, dijo. Muchas mujeres pasaban frente a nosotros. Mujeres de todos los tamaños con todas las formas posibles de culos, unas todo cuerpo, otras todo melena, otras andrajosas y otras sin bolsillos en los jeans. “Si no tienen bolsillos son putas. Es parte del uniforme”, dijo Federico. Pasó una belleza alta con el pelo negro liso batiéndose detrás de su cabeza. Iba muy ejecutiva con un pantalón negro pegado al contorno de sus piernas y unas gafitas oscuras. Después de recibir nuestros halagos, nos hizo la seña levantando el dedo de la mitad y siguió pisando el suelo con su contoneo de jirafa. “A putas como esas hay que darles su lección”, dijo Federico, “darles su lección para que se les bajen los humitos”, dijo. “Ajá”, dijo Ñato. “Ajá”, dije yo. “Deberíamos cargarnos a esa puta y tirárnosla juntos mientras se retuerce y grita y pide perdón por insultarnos”, dijo Ñato. La gente pasaba en hordas de fantasmas perdidos, buscando sus tumbas en la tierra. Muertos vivientes volviendo de sus oficinas viendo al suelo, esposas volviendo de donde sus amantes, tipos vestidos de paño con ropa interior femenina, gamines, grupos de colegiales tomando alguna baratija de licor en botellitas de plástico. Todos andando hacia la muerte. La tarde comenzaba a ceder para que entrara la noche y las luces de los faros de la calle se encendían lentamente. Cristina volvió con la cuenta y dijo, “son ochenta mil pesos”. “¿Ochenta mil? Ni que nos hubiera dado whisky esta vieja,” dijo Ñato mirándonos, “ochenta mil exactamente”, contestó Cristina, “sin contar la propina”. “La propina te la doy en mi casa cuando quieras, muñeca”, dijo Federico y reímos los tres, pero a Cristina no le hizo gracia y entró en el bar moviendo el culo de un lado para otro, llegó donde el tipo detrás de la barra y nos señaló. Oscar, se llamaba. Oscar levantó una pestaña de madera y sacó su enormidad. Se acercó poniéndonos una mano a mí y a Federico sobre los hombros y produjo una sonrisa. Un millón de gotas de sudor hormigueaba en su calva brillante y su cráneo parecía haber sido macerado con un martillo. “Espero que no vayamos a perder a tan buenos clientes”, dijo. “Cristina me dice que la han pasado muy bien, ¿no?, que se han reído todo este buen tiempo ¿eh?”. “Acá tenemos la puta plata”, dijo Ñato, y tiró cuatro billetes de veinte mil sobre la mesa. Oscar se quedó viéndonos con su sonrisa y cogió los billetes con sus dedos gordos. Tenía un anillo de oro en un dedo con una uña negra. Se guardó los billetes en el delantal y sacó un cigarrillo del nuestro paquete sobre la mesa. Luego lo prendió con el encendedor de Ñato. Ñato y el calvo se miraban. Al calvo, mientras encendía el cigarrillo, se le veían sus bíceps inflados bajo la camiseta. Dio unas chupadas y dijo, “Ha sido un verdadero placer atenderlos, amigos. Por favor vuelvan pronto”.


Comenzamos a caminar por la séptima frente al parque nacional. A medida que avanzaba la noche, la gente se ponía más fogosa y las mujeres más atentas a los movimientos súbitos de la calle. Ñato llevaba lo que quedaba de la botella en su mano, y de vez en cuando se paraba de frente a las mujeres que iban solas ofreciéndoles un trago. Se les plantaba con los pies juntos y los brazos abiertos en cruz, como un banderillero cuando va a atacar al toro, y estiraba su cuello olisqueándolas. Ellas aceleraban el paso y lo esquivaban. Cuando se alejaban les decía cosas, generalmente que eran una golfas de mal gusto. “¿Quieres plata, puta? Aquí tengo un fajo gordo para ti” y se apretaba los testículos agitando el bulto. Daba un sorbo a la botella y seguía andando. Bajamos por una calle más estrecha para buscar acción en la Caracas. No sabíamos exactamente qué buscábamos, pero Ñato lideraba el paso y nosotros le seguíamos a poca distancia. A veces, cuando levantaba los brazos en su faena, la chaqueta se subía y se veía la cacha del revólver emergiendo del pantalón. Codeé a Federico y le señalé la cintura de Ñato. Ñato entró en un casino pequeño, sólo máquinas tragamonedas y una ruleta electrónica y Federico lo siguió. Yo me quedé afuera fumando. El vigilante palmeó a Ñato y lo dejó seguir, al igual que a Federico. No notó nada. Solamente dijo que debíamos dejar la botella en el guardarropa. Terminé mi cigarrillo y entré. Ñato estaba frente a una de las máquinas y tenía los brazos puestos a cada lado de la pantalla mientras Federico miraba las imágenes que nunca hacían un trío en línea. Cada vez que perdía, Ñato daba puñetazos al aparato y gritaba “hija de puta máquina” o “maldita sea, robot de su puta madre” o “chimbo antro de ladrones” y cosas así. La anciana sentada en la máquina junto a Ñato presionó el botón para que la máquina escupiera sus monedas, las recogió a manotadas en un vaso de plástico y se fue para otro lado dándole una mirada de reproche a Ñato. Ñato le dijo “qué me ve, vieja hijueputa” y volvió a los insultos contra la pantalla. La vieja apretó sus monedas contra el pecho y salió viéndonos con sus ojos vidriosos. Estaba asustada. Al momento, el vigilante que nos había requisado a la entrada se acercó y dijo “tengo que pedirles que se vayan.” Del cinturón del tipo colgaba un revólver grande entre un estuche de cuero. Federico le dijo que no había problema, que nos íbamos, y Ñato, cuando lo oyó, dijo “nos vamos mi culo. De aquí me sacan a bala.” Le hice un ademán al vigilante para que se tranquilizara y me acerqué a Ñato a decirle que en vez de perder la plata allá, fuéramos a un bar que quedaba cerca y que estaba lleno de buenas hembras a buen precio. Ñato se levantó dándoles un último golpe a los botones de la máquina. “Casino de hijueputas”, gritó y salió tambaleándose entre el hombro de Federico y el mío. Recogimos la botella y todos nos siguieron con la mirada hasta que nos fuimos. Oímos algunos aplausos cuando pisamos la calle. “El mundo está lleno de hijos de puta”, me dijo Ñato y yo le contesté que sí, que no había nada más cierto.


Paramos un bus con una ruta que pasa por la veintidós, en donde nos bajaríamos. Subieron primero ellos dos y de último yo. Saqué unas monedas y pagué los tres pasajes. La banca de atrás estaba desocupada, excepto por una pareja de novios que ocupaba prácticamente sólo un asiento y se recostaba sobre la ventana. El tipo tenía el brazo tras el cuello de la tipa y la besaba constantemente y entrecruzaban sus manos. De vez en cuando paraban de besarse y miraban hacia la calle. El tráfico era muy lento. Ñato se sentó en el centro de la banca junto a Federico y yo me quedé parado, colgando mis manos en la varilla del techo frente a ellos. Ñato sacó la botella del bolsillo de su chaqueta y le dio un sorbo. Luego nos la pasó y cada uno tomó un trago. Un tipo en uno de los asientos se levantó y fue a buscar un lugar más adelante. Ñato puso sus codos en las rodillas y se inclinó un poco hacia adelante, mirando el piso sucio del bus, se estiró tomando aire y se pasó las manos por la cabeza peinándose hacia atrás. Le dio a Federico un codazo y le señaló a la pareja que estaba contra la ventana, mordiéndose el labio y mirando los muslos descubiertos de la mujer. Federico le pasó el brazo alrededor del cuello y le dijo “hay mejores. Un pollo tiene más carne en las güevas que esta vieja.” El tipo no dejaba de ver por la ventana, pero ya no besaba ni hacía nada con la mujer. Solamente miraba por la ventana y murmuraba algunas cosas aferrado a su mujer que tenía la mirada fija en el respaldo del asiento de adelante. Ñato se quedó viéndome y me preguntó, “¿qué piensa, marica? ¿Por qué tan callado?”. “Pienso en que este bus de mierda se está demorando mucho y más tarde sube el precio de las viejas. Ley de la oferta y la demanda.” “Entonces bajémonos y caminemos”, dijo Federico. “Listo”, dije. Ñato se levantó y me dijo al oído “tengo una idea”. Le dije, “Ñato, hermano, usted está borracho, no vaya a hacer una marranada”. “Fresas”, me dijo. “Va a estar del carajo. Ojalá tuviéramos una cámara para grabarlo”. Ñato caminó por el pasillo del bus hasta el frente cogiéndose de los tubos como un chimpancé, giró y quedó cara a cara con los viajeros, de los que sólo algunos curiosos voltearon a verle. Luego dijo “Buenas noches damas y caballeros. Disculpen si les robo un momento de su atención, pero mis colegas en la parte de atrás y yo estamos un poco desesperados, porque nos han atracado y nos han quitado todo. Tres tipos se montaron al bus en que veníamos hace un rato y nos dejaron con nada. Solo alcancé a esconder una cosita. Les pedimos que amablemente se apiaden de nosotros por la gracia de nuestro Señor, que me salvado de las drogas y los malos pasos, y nos ayuden con lo que puedan. La buena causa se les devolverá en su momento. Nos sirve todo: celulares, joyas y la plata. No queremos papeles. Con esta ayuda a su prójimo serán recompensados después de la vida”. Federico y yo nos miramos. Este loco hijo de perra estaba robando el bus. Todos voltearon a verle. Parecía que no entendían lo que oían. “Ahora mis compañeros pasarán por cada puesto a recibir sus amables colaboraciones, pero antes todos, toditos me cierran las ventanas del bus, me apagan los celulares y me ponen las manos sobre el asiento de adelante, ambas, sin guevonadas. Si oigo un celular o que alguien está hablando, llevan. A los que se las vayan a dar de héroes o a la vieja hijueputa que tenga algún gas pimienta entre la cartera y tenga ganas de usarlo, me la llevo cuando me baje, así que mejor hagamos las cosas bien y rápido. No se hagan joder por maricadas. Todos tenemos familia, ¿no?”, dijo Ñato. Las palabras le salían de la boca como si supiera un discurso de memoria. Su voz y su aspecto eran decididos y firmes, y parecía que no se hubiera tomado un solo trago. El chofer miró hacia atrás por el espejo retrovisor y trancó su puerta. Ñato se acercó al círculo en el vidrio y le dijo “Déjenos trabajar en paz y nos largamos. No se preocupe por su producido que no me lo voy a llevar, pero donde haga alguna cacorrada me importa todo un culo y le meto un pepazo a usted y a alguno de estos hijueputas. Sólo siga en el trancón como si nada y listo. Y apágueme ese puto radio. Que no se oiga una mosca”. El tipo se puso pálido y volvió a sentarse detrás del timón con los ojos pegados en el espejo. Apagó el radio y hubo un silencio interrumpido sólo por algunos pitazos de los conductores de los carros desesperados en el trancón. Federico se fue hacia adelante y yo conté las cabezas. Había doce personas. Una mujer comenzó a llorar y me acerqué y le dije que se calmara y que si colaboraba todo iba a salir bien. Estaba embarazada y se sobaba la panza en círculos. Se quitó unas pulseras, un anillo con un diamante, unos aretes de perlas y me los entregó junto con el teléfono. Federico había desocupado una cartera de una de las mujeres y la pasaba de puesto en puesto para que la gente pusiera allí las cosas. Ñato estaba recostado contra la puerta del conductor y miraba a todos desde lo alto, volteándose por momentos a ver al chofer. Volví hacia atrás para mirar por la ventana trasera por si había algún policía, cuando vi, por el espacio entre los dos asientos, al par de novios con el celular encendido marcando un número. Corrí hasta donde estaban y la vieja escondió el teléfono tras su espalda. El tipo protegió a su mujer con su cuerpo al verme y le di con la mano abierta en la cara, lo cogí del pelo y le dije “vea mariquita. ¿Ve a mi socio adelante? Yo soy la puta Madre Teresa al lado de ese man. Donde se entere de que está en estas, la lleva. No sea tan imbécil y preste para acá el teléfono”. El tipo comenzó a llorar y la novia me pasó el celular. Yo la miré a los ojos y le mandé un beso. Estaba pálida, pero se le notaba la rabia en los ojos. Miré el último número marcado y decía “Tía Pole”. En esas Federico dijo “listo compadres, están todos”. No habían pasado más de cinco minutos desde que empezó y ya estábamos los tres en la puerta de atrás con la bolsa de la recolecta. Ñato tenía el revólver apuntando hacia el suelo y no le quitaba los ojos al chofer. “Muchas gracias a todos por sus aportes. Ahora, cuando nos vayamos, si llego a oír que alguien grita o hace alguna mierda como llamar a un policía, me devuelvo y lo quiebro. Para su información yo soy policía, así que me estarán llamando a mí y estaré feliz de venir a cumplir con mi trabajo”. Ñato le dio un par de golpes al vidrio de la puerta de atrás con el fierro y el chofer abrió la puerta. Estaba comenzando a llover y la gente sacaba sus paraguas al mismo tiempo. Primero saltó Federico y después yo, y Ñato se bajó diciéndole al tipo que cerrara la puerta cuando nos bajáramos, lo cual obedeció.


Comenzamos a correr por la Trece esquivando a otra gente que corría para resguardarse de la lluvia, bajamos por la veinticuatro hacia la Caracas, y nos metimos en el primer burdel que encontramos. El sitio no tenía nombre y se ingresaba subiendo unas escaleras con espejos entre los peldaños. La música sonaba a buen volumen y todo brillaba en luces de neón que nos bañaban las caras de rosado y azul. Ñato se sentó en el último escalón y exhaló cogiéndose de la chaqueta de Federico, quien me pasó la bolsa con todo. “Vamos a sentarnos y a tomarnos algo. Se me bajó la rasca con todo esto”, dijo Ñato mientras se levantaba colgándose de Federico mientras sonreía. Lo seguimos hasta un reservado circular detrás de una cortina verde, con una lamparita roja en el centro de la mesa y nos sentamos. Un mesero apareció y nos preguntó qué íbamos a tomar y le dijimos que nos trajera unas amiguitas y una botella de whisky. Tomó la orden y se fue. “Somos unos bravos”, dijo Ñato. “Somos unos malparidos verracos. A ver cómo nos fue”. Saqué la bolsa e hice un montón sobre la mesa con collares, pulseras, anillos, relojes, billetes y monedas. Federico contaba el efectivo y yo separaba lo demás. Ñato apagaba los celulares que estuvieran encendidos y se los metía en los bolsillos. Los que estaban más dañados o eran modelos viejos los volvía a poner en la bolsa. En esas estábamos cuando llegó el mesero con la botella y la puso sobre la mesa con tres vasos llenos de hielo y una jarra con agua. “Tres copas”, dijo Ñato. “Nosotros nos tomamos el trago como varones, jajajajaja”. El mesero se quedó viendo las cosas sobre la mesa, pero desvió la mirada. Federico le preguntó, “¿hay alguna casa de empeño por acá?” y el mesero contestó, “no sé. Habrá que preguntarle a las chicas”. Ñato le dijo “no pregunte nada. Además, ¿cuáles chicas? hasta ahora no hemos visto la primera. Mejor vaya y nos trae las copas y las viejas. Y que estén buenas”. El tipo volvió con las copas en menos de un minuto y nos dijo que ya venían las putas, abrí la botella y serví los tres tragos, juntamos las copas en el aire y Ñato dijo “amigos, ¡por la vida! ¡la buena vida que nos merecemos, carajo! y se empujó el trago. “Por la vida y la plata y las perras”, dijo Federico. “Por la vida”, dije. Y tomamos los tres.


Federico dijo que quería buscársela afuera. Las putas no llegaban y Ñato estaba impaciente. Igualó la hora en los dos relojes en sus muñecas y se remangó la camisa para exhibirlos, poniendo sus brazos a través de la mesa y sonriendo. "Voy a salir, me estoy pudriendo aquí", dijo Federico y Ñato le dijo "no se la vaya a oler toda. Déjenos un poco para variar". Federico nos miró desde su altura y le dio una patada al asiento. "Cállese Ñato. Estoy mamado de su mierda. Ahora no vaya a pedir que le digamos jefe". "No me joda Federico. Si se quiere largar hágale, pero no me joda". Federico dijo, "¿Y si afuera está la hijadeputa policía? ¿No ha pensado en eso? Ya estoy es cagado del susto de salir. Si no encuentro perico me jodo, jefe. Nos jodemos". Yo dije, "Vea compadre. Hágale y consiga lo que quiera y luego vuelve y nos enrumbamos. Pero fresquéese que nada va a pasar. Yo nunca he visto un policía mojado". Federico salió y Ñato se dio un trago y luego otro. "Ese marica desagradecido. Si no fuera por mí, ese güevón estaría comiéndose los mocos ahora. Pedazo de marica ese", me dijo Ñato con ira mientras lo veía salir para bajar las escaleras.


Así estábamos cuando llegaron las mujeres. Las tres se sentaron alrededor de la mesa y exhibieron sus tetas apretadas dentro de los escotes profundos. Se presentaron con sus nombres de trabajo y nos dieron besos apretados en las mejillas mientras nos presentábamos. La que estaba junto a mí me puso la mano en la ingle y me acercó la cara al oído. "¿No me vas a dar un traguito, papasito?", "Claro", le dije. "Estás bien buena", le dije y le serví un trago. "Cuéntame que hace un tipo tan papi como tú buscando amores por acá", dijo y yo le contesté "acabamos de robar un bus y a mis amigos les dio arrechera. Yo no necesito esto." "Uy, tan durito. Ahora vas a decir que un par de tetas paraditas no te mueven la aguja", dijo mientras mostraba su par y se abría un poco la blusa con la mano libre. Alcancé a ver su pezón erecto. Luego me puso la mano sobre el bulto de la verga y dijo "qué rico papi. Apuesto a que la tienes bien gorda". "Le apuesto el polvo a que sí", le dije y recibí otro apretón que me hizo estremecer. Ñato pasaba sus brazos sobre los hombros de las otras dos y ellas se reían de algo que les dijo. Luego les mostró sus dos relojes y les dijo que Maradona en el mundial tenía dos relojes igual que él, uno con la hora de Buenos Aires y el otro con la de Sudáfrica. Las putas volvieron a reír. Ñato sirvió tragos para todos y brindó por la suerte del día. Yo me estaba volviendo loco con los apretones en mi verga y comencé una erección dolorosa que la puta admiró y la hizo aumentar la fuerza y la fricción sobre mis pantalones, para después abrirme la bragueta y poner su mano fría pero suave sobre la cabecita y el prepucio. "Lo dicho, un macho bien puesto." Ñato puso un billete de cincuenta sobre la mesa y les dijo que la que quisiera bailara para nosotros. La que me tenía a mí se levantó y le dijo que ella lo haría. Las demás no protestaron y se dispusieron a ver el show. Mi puta hizo una seña a alguien afuera de la cortinilla y se encendieron unos parlantes dentro del reservado con una música electrónica. Ñato sirvió una ronda de tragos para todos, pero no quitaba sus ojos del espectáculo. Le dijo algo al oído a una de las que tenía apercolladas y ella metió su cabeza bajo la mesa. Ñato le tenía una mano sobre la cabeza y no quitaba los ojos de la que se estaba empelotando. Las luces le iluminaban la boca entreabierta y su saliva se veía brillar. La que estaba debajo de la mesa intentó levantarse, pero Ñato le impuso más fuerza y comenzó a quejarse allá debajo. La del show ya iba por la mitad y solo le quedaba por quitarse una tanga negra diminuta con un corazón de lentejuelas. Ñato le dijo a la de abajo que si se lo tragaba le pagaba el doble y la mamadora se relajó un poco y continuó hasta que la respiración de Ñato se duplicó y sus ojos se cerraron y jadeó. Se le vio la yugular inflamada por un instante. La de abajo salió y cogió una servilleta sobre la mesa, se la llevó a la boca y cuando iba a escupir, Ñato la cogió de las mejillas apretándoselas y le dijo “te lo tragas. Te lo tragas o no hay trato”. La mujer le dio una mirada a su compañera, pero no encontró solidaridad. “Haber mamita, la quiero ver”. Un hilo de semen se le escurrió por la comisura de la boca y, con los ojos cerrados, se pasó el trago. Se zafó con violencia del apretón de Ñato y se sirvió whisky en una de las copas lanzándolo a su garganta de un aventón. Ñato le puso unos billetes bajo el caucho de la parte de atrás del brasier y le dijo “qué rico la chupas, corazón, pero te falta más ánimo”. La puta me pidió que me quitara porque debía ir al baño y yo me salí del círculo para que pasara. La que bailaba estaba a punto de terminar cuando en esas volvió Federico como si lo persiguiera la muerte, con los ojos rojos, pálido, temblando. “Qué le pasa. ¿Por qué viene así?”, le preguntó Ñato. “Váyanse. Salgan”, le dijo Federico a las putas, pero ellas se quedaron viéndolo. “¡Que se VAYAN, DIJE!” y reaccionaron las dos que quedaban, una recogiendo su ropa y la otra moviendo el culo a saltitos sobre la silla. Cuando estuvieron fuera, Federico cerró la cortina cogió la botella para darle un trago largo y dijo “Maricas, fui a buscar, ¿no? y estuve por ahí preguntando dónde conseguía y un man de un carrito de dulces me dijo que en la esquina de la trece, pero como veníamos de allá, pues me aculillé y entonces le pregunté a una de las putas enjauladas y me dijo que ella me vendía pero que la tenía que esperar un momento. Yo estaba en la catorce, pero se alcanzaba a ver un pedazo de la trece. Mientras esperaba a que la puta me trajera el perico, prendí un cigarrillo y caminé un poquito, ni siquiera media cuadra, con sigilo, ¿entienden? cuando vi la punta del hijo de puta bus parado exactamente donde nosotros nos bajamos en la mitad de la trece ¿ah? ¿a quién putas se le ocurre que por un par de malparidos relojes vayan a parar todo el tráfico de la ciudad? ¿Ah? En esas me silbó la puta desde la reja y me dio el perico y yo la plata y del susto tan hijueputa me metí un pase ahí en la mitad de la calle. Caminé otro poco haciéndome el güevón y me metí a una tienda, compré una cerveza y me puse a tomármela en la ventana. Había un círculo de gente alrededor del bus y ahí llegaron, rojas y azules por todos lados. Esas luces para dejarlo a uno ciego, ¿no? Pues no eran ni uno ni cinco, sino como quince de esos perros en sus chaquetas verdes, unos en moto y otros en patrullas. Pensé en que de cuándo acá a estos hijosdesumadre les importa un culo lo que les pase a los demás, ¿no? especialmente por un robo tan marica que pasa todo el tiempo. Con el alboroto de las luces, varios de los curiosos se comenzaron a mover y vi a uno venir desde el grupo y entrar en la tienda diciendo “Don Joaco, ¿me da una gaseosa?” y dijo que la ciudad estaba cada vez peor. Yo me tenía que arriesgar, maricas, le tenía que preguntar, y entonces le pregunté y ¿saben qué me dijo esa gonorrea? Me dijo que tres tipos borrachos y armados habían entrado a ese bus, habían robado a todo el mundo y habían matado a una viejita. Me dijo que el mundo estaba cada vez más loco y que la ciudad más loca y que ojalá cogieran a esos asesinos y los lincharan. Le pregunté si había visto el cuerpo y me dijo que no pero que la policía estaba interrogando a la gente y que estaban esperando a Medicina Legal para el levantamiento. Me terminé la cerveza como si nada y me vine para acá. Maricas. ¿Qué vamos a hacer?” “Primero cálmese”, le dijo Ñato. “Nosotros no hemos matado a nadie. Si la puta vieja se murió fue del susto, pero eso no es culpa de nosotros”, dijo Ñato. Federico dio un puño a la mesa y dijo “CLARO QUE SÍ, MARICA DE MIERDA. POR SU CULPA Y SUS GRANDES IDEAS, PEDAZO DE HIJUEPUTA”. Ñato saltó de la silla sobre la mesa y se tiró sobre Federico que recibió de llenó un cabezazo en la oreja que lo hizo caer, pero se paró rápido y se puso en guardia después de quitarse la chaqueta. La cortina se soltó del riel y la mesa se cayó al piso y con el escándalo todo el mundo volteó a mirar la pelea. Federico esquivo una patada de Ñato y le metió un puñetazo en las costillas y luego otro detrás de la nuca y Ñato cayó al suelo, en donde Federico aprovechó para patearlo como un salvaje por todas partes. Ñato alcanzó a coger uno de los asientos para esconderse pero Federico estaba como un loco y le seguía arriando a las patadas sin que nadie se atreviera a meterse hasta que reaccioné y salí para agarrarlo y frenarlo. Las putas gritaban y por el micrófono de la música un tipo dijo que por favor guardáramos la calma y que no dañáramos la fiesta. Cuando Federico se dio cuenta de que estábamos haciendo un espectáculo de la madre, volvió en si y dijo jadeando “me voy. Allá ustedes si se joden. Y a usted, Ñato, ésta le va a costar.” Ñato estaba en el piso con una mano sobre el suelo y con la otra se miraba la sangra que salía de su boca. Federico recogió la botella del suelo, se dio otro trago y la lanzó sobre el regazo de Ñato. “Ahí le queda para que se calme, mariconcito”. Federico recogió su chaqueta, la desempolvó y comenzó a salir cuando se oyó el disparo. Hubo un silencio completo. Alguien dijo “jueputa, lo mataron” y una de las putas, me imagino, dio un grito. Ñato seguía en el suelo y empuñaba el revólver con la mano temblorosa. Yo estaba pálido. Federico se mandó la mano a la espalda y se volteó y Ñato volvió a dispararle en el estómago. Federico gritó de dolor y dijo “Esta mierda arde. ARDE”, y trató de levantarse, pero Ñato volvió a disparar y ahora sí Federico comenzó a convulsionar en el suelo y le salía sangre por la boca mientras sus ojos se decoloraban y comenzaba a entrarle la palidez de la muerte. “Para que vea a quién le va peor, gonorrea”, dijo Ñato mientras se acercaba renqueando con una mano en las costillas hacia Federico y le apuntó otra vez a la cabeza, pero no le disparó, sino que le escupió un coágulo de sangre en la cara y le dijo “muerto, perro. No sos nada”. Yo tenía que salir de ahí. Corrí pasando junto a Ñato y sobre el cuerpo de Federico y baje las escaleras mientras Ñato me gritaba “mariquita” “rata” y cosas así, pero qué me iba a importar. Entonces llegué a la calle y sentí el garrotazo en las rodillas y aquí me tienen contándoles esto. Yo no tuve nada qué ver en nada. Lo juro.

martes, 26 de octubre de 2010

TINA O LA NUBE GRIS SOBRE MI CABEZA (HERMOSAS LLAMAS SALÍAN DEL CUBO)



Anoche ardieron los dos volúmenes ilustrados de Don Quijote. Habíamos comido temprano. Durante la comida, papá bendijo los alimentos y agradeció a Dios con los ojos cerrados y la cabeza inclinada. Como siempre, nosotras nos tomamos de las manos con los codos sobre la mesa y también agachamos las cabezas. Las niñas abrían un ojo y se daban patadas por debajo, amenazándose con arreglar después el asunto. Yo ya soy mayor y no me uno a los juegos, y le ayudo a mamá a controlar a mis hermanas, que pueden llegar a ser terribles.  

Comimos espárragos y el pollo con la salsa que mamá me va a enseñar a preparar junto con las demás recetas. Mamá y yo hemos hablado mucho, más que nunca últimamente, pero ya no me dicen las cosas como antes. El otro día me habló de los hombres y me dijo que tendría que hacer ciertas cosas cuando me casara que eran necesarias para mantener a mi esposo cerca y feliz de llegar a la casa. Yo sé de qué cosas me habla, porque Tina me ha contado. Tina dijo que después de la primera vez, y con el tiempo, las cosas se hacían cada vez mejores. Incluso me dijo que cuando estaba sola tenía varias formas de hacérselo, y que era bueno. Tina está casada hace un año y ya no va al colegio, aunque a veces se aparece por allá y me lleva algunos panes y nos lo comemos juntas mientras dura el recreo. Y hablamos y hablamos. La otra vez trajo una gaseosa, y eructé después de darle un sorbo. Reímos juntas en el prado viendo hacia arriba. Ese día Tina habló de que a su esposo le salen unas ronchas coloradas entre las piernas. También me contó que la obliga a arrodillarse y a metérselo en la boca agarrándola del pelo. Tina dice que ya no le molesta tanto, pero que le duele cuando él se la mete tan duro en la boca que le hace dar arcadas. Me dijo que a veces cierra los ojos y se imagina que está haciendo otra cosa y se le pasa. Pensé en cómo sería todo eso, pero no pude verme haciéndolo o ver a Tina haciéndolo. Era como una persona de esas de los sueños haciendo todo eso.

En fin, anoche después de comer, mi mamá me pidió que le ayudara con los platos en tanto mis hermanas acababan sus tareas del colegio antes de ir a dormir. Mientras enjuagábamos los trastes y cubiertos, mamá puso las manos sobre la escurridera, bajó la cabeza y respiró. Luego dijo, mientras secaba sus manos en el delantal, que papá y ella habían hablado y que habían decidido que tenía que olvidarme de Tina. Me quedé callada. Mi mamá siempre supo que Tina es mi amiga y cuando iba a mi casa la dejaba sentarse con nosotras a comer o a jugar afuera. Hace unas semanas mamá me dijo que tenía que ser un poco más alegre. Y varias veces me ha dicho que una niña triste e inteligente como yo tiene pocas posibilidades de formar una familia porque a los hombres no les gustan las mujeres tristes. Muchas veces mamá me pidió que sonriera, ya no sé cuántas, sobre todo a la salida de la misa. Pero ahora me decía que no podía ver más a Tina.

Cuando terminamos de lavar, se acercó y me pasó la mano por el pelo peinando hacia atrás los mechones sobre mi frente y la puso suavemente sobre mi pómulo mientras me miraba a los ojos y sonreía con la mitad de la boca. Luego la levantó y la descargó con fuerza atravesando mi cara, llorando y diciéndome que tenía que obedecerla, que ella sabía que yo había entendido y que me quería, que era por mi bien. Todo esto lo dijo mientras me sacudía agarrándome por los hombros y babeaba y lloraba. Yo le dije que sí había entendido, pero no dije más.

Mis hermanas habían oído el escándalo desde el comedor. Me las imaginé con sus piececitos meciéndose en el aire y sus lápices en la mano apuntando a las hojas de los cuadernos y la cabeza hacia la cocina. Supuse que estarían con la boca abierta. Me dio vergüenza que tuvieran que oírnos a mamá y a mí. Luego de sacudirme, mamá se alejó y se puso a llorar sobre la lavadora al fondo de la cocina. Movía sus hombros de arriba abajo y lloraba. Yo estaba adolorida y confundida, pero me dio pena verla así. Cogí una toalla del tendedero y se la llevé para que se secara las lágrimas y los mocos que hacían su sonido cuando los aspiraba y volvían a resbalar. Me recibió la toalla dándome la espalda y sin mirarme me dijo que revisara cómo iban mis hermanas con sus tareas. Luego me dijo que las preparara para dormir mientras ella terminaba de arreglar la cocina.

Cuando salí, las niñas me miraron y la pequeñita hizo un puchero al verme. Yo ya había tomado un respiro. Me templé y les dije que si no habían terminado la tarea lo harían en la mañana, pero que tenían que irse a la cama sin protestas de ninguna clase. Se me quedaron viendo calladas, como si no me hubieran oído, hasta que aplaudí un par de veces y salieron del embrujo. Entonces recogieron sus cosas, barrieron con las manos la viruta y los pedazos de borrador hacia el borde de la mesa y los recogieron en sus cuencos, y pusieron el centro de mesa de nuevo en su sitio. La pila de libros y cuadernos la llevé yo, y lo demás lo cargaron ellas. Papá estaba encerrado en su cuarto y se podían oler sus cigarrillos. La orden era nunca interrumpirlo, especialmente cuando la puerta estaba cerrada, que era casi siempre. Desde su accidente papá pasaba mucho tiempo en la casa, pero cuando no estaba en el comedor estaba encerrado leyendo o escribiendo o qué se yo. Papa nunca ha sido muy hablador.

Mis hermanas me obedecieron bien y se cambiaron y se metieron dentro de las cobijas. Ellas compartían la misma cama y yo tenía la de junto. Estaba haciendo algo de frío y sentí los pelos de mi cuello y mis brazos erizarse, pero todavía no podía acostarme. La pequeñita me pidió que no me fuera y que me acurrucara junto a ella en la cama, pero le dije que tenía que dormirse y rápido. Entonces cerró los ojos. La más grande me preguntó por qué había peleado con mamá, pero le dije que no le podía contar y que cuando creciera más lo iba a entender. Esperé a que las canciones que les gustan les ayudaran a dormir, apagué la luz dejando sólo el bombillito amarillo en la pared y cerré la puerta del cuarto.

Cuando salí, mamá estaba en la mesa del comedor. Tenía los huesos del pollo en un plato frente a ella. Había cogido el de la pechuga, y le estaba ruñendo el pollo que quedaba pegado y sacando con una uña pedazos que se llevaba a la boca. Tomaba de una botella y trabajaba el pollo como si no me hubiera visto. Cuando me acerqué, dejó la pirámide de hueso sobre el plato, se limpió la boca con la mano y le dio un par de palmadas al asiento junto a ella para que me sentara. Me senté y puse las manos sobre mis piernas sin decir nada y sin mirarla. Me preguntó con tranquilidad si sabía lo que había en la botella, y yo le dije que no. Ella me repitió la pregunta con más volumen, sosteniendo la botella por el pico y mostrándomela cerca a la cara. Volví a decir que no, pero por miedo. Cuando mamá habla así hay que tenerle miedo. Luego me llamó mentirosa y levantó la botella dándole un sorbo que llenó su boca y que me escupió en la cara mezclándolo con el aire. Me ardieron los ojos y me dieron ganas de llorar, pero me contuve. Sentí el sabor del pollo asqueroso con el alcohol. Volvió a preguntarme si sabía o no lo que había en la botella y tuve que confesar que sí. Después me preguntó si sabía lo que era una puta. Yo me quedé callada. No sabía qué tenía que ver una cosa con la otra, la botella, Tina, la cachetada, mamá llorando, y ahora me preguntaba si sabía eso. Yo le dije que sí, pero no fui capaz de mirarla, y sólo podía ver lo que hacían mis manos que jugaban con el bordillo de mi vestido. Puso la botella de nuevo sobre la mesa y con el golpe se tambaleó el cenicero de lata que se demoró en parar. En seguida cogió el hueso y lo lanzó hacia la pared en donde rebotó y cayó detrás de la matera con la palma, puso su cabeza sobre el brazo y comenzó a llorar otra vez. Lanas fue a buscar el hueso y se quedó detrás de la mata mientras se lo comía jugando con él entre sus patas. Quise ser como él. Sólo un perro estúpido sin cerebro. No supe si levantarme de la mesa porque me daba miedo mamá, pero tampoco sentía ganas de abrazarla o de decirle que se tranquilizara. Pensé en poner mi mano sobre su espalda o sobre su cabeza, pero todavía me dolía la cara por el golpe que me había dado, así que no me pareció. Pensé que quería que le pasaran cosas feas, pero me reprimí esos pensamientos porque sentí culpa. A pesar de todo seguía siendo mamá, y las niñas la necesitaban.

Cuando me estaba levantando, me agarró de la blusa tambaleándose y moviendo la cabeza como un perico. Levantó la mirada y me vio con sus ojos enrojecidos y llenos de lágrimas. Se podían ver sus babas en las comisuras de la boca y su nariz brillante llena de mocos. Me dijo que me fuera a dormir y que no hablara de esto con las niñas. Me solté de su garra y entré en el baño. Miré las marcas de sus dedos sobre mi cara y toqué suavemente la mandíbula que todavía dolía. Abrí la boca lo que más pude y me dolió la sien. Giré la llave y lavé mi cara con jabón y pasé la toalla mojada por mi cuello. Solté mi pelo y lo extendí sobre la espalda y mi pecho. Tiré del cordón de mi blusa y se abrió dejando ver mis senos. Son rosa y el pezón es marrón. Imaginé al esposo de Tina sobre mí lamiendo mis senos como un animal, pero la imagen de Tina enseñándome a hacerlo se metía en mi cabeza todo el tiempo. Di un apretón con ambas manos a cada uno de ellos, un par de palmadas para verlos ondear y devolverse a su sitio como gelatinas, y pellizqué los pezones. No vi nada de raro en ser una puta. Di un paso atrás y me quedé viéndome el cuerpo. Sólo piel, senos, pelo y un par de ojos. Pensé en cómo sería mi vida si yo fuera una puta, y me imaginé al esposo de Tina, al profesor Rayo, a mi tío Germán, a los policías de la otra vez, al escuadrón de bomberos y hasta al cura, todos haciendo una fila frente a mi carpa con muchos billetes en la mano, ansiosos y tocándose por encima de los pantalones para alistarse. Tendría mucha plata después de cada día. Acerqué mi cara al espejo, más y más hasta que mis labios estirados se juntaron con los de mi yo al otro lado, y nos dimos un beso. Abrí los ojos y supe cómo me vería a los ojos de alguien. Me vería fea y rara. Por eso la gente cierra los ojos cuando se besa.

***
Salí del baño y mamá ya no estaba en el comedor ni en la sala. La botella había desaparecido y huesos estaban en la panza de Lanas, que dormía con la punta de su lengua asomándose fuera del hocico y las patas entrecruzadas. Vi que la luz de papá estaba apagada. Pensé que seguramente ya se habrían ido a dormir. Había un gran silencio, de esos en los que casi se escuchan los latidos del corazón. Fui a la cocina y tomé un vaso con agua. Estaba seca y lo bajé de un solo trago. Me dolía la cabeza, pero no me importó. Quería hacer algo, pero no sabía qué. Quería acabar algo. Tomé un cuchillo de la cocina. Lo miré y miré mi reflejo en él, observé su brillo en las paredes y sentí su filo con las yemas de los dedos. Lo dejé en su sitio. Luego vi las tijeras colgando de su clavo, quietas, como esperando a que alguien les metiera los dedos entre los ojos y las trabajara. Así lo hice. Chap-chap-chap. Sonaban afiladas y buenas. Sonaban cortando el aire. Sostuve un mechón de mi pelo frente a mi cara y le di un pequeño corte. Vi cómo volaban en círculos los pelos cortados hacia el suelo, igual a como caen las hojas de los árboles. Luego corté un poco más y el mechón completo explotó contra las baldosas y quedó desbaratado como un grupo de palitos chinos. Seguí cortando. Lo corté todo. Pisé los pelos y los esparcí por la cocina y los puse en donde más pude, sobre todas las cosas y en cada rincón.

Cuando salí al comedor los vi. Parecían dibujados sobre la repisa de los libros, y por alguna razón ahora me llamaban, a mí y a mis tijeras. Cogí el primero y soplé sobre las hojas apretadas de donde salió una nubecita de polvo que desapareció en el aire. Lo abrí en cualquier página y leí unas líneas. El Quijote hablaba con dos mujeres que iban a Sevilla diciéndoles que no temieran por sus vidas. Ellas trataban de verle la cara detrás de la visera. El Quijote loco hablaba. Las mujeres lo estudiaban. Arranqué la hoja cerca de mi oído, despacio, para oír el llanto del papel cuando se rasga. Luego le di un par de tijeretazos amplios, desde la comisura de las navajas hasta la punta, y cayeron al piso sendos trozos de papel impreso, nombres y palabras cortados que perdían su sentido fuera del contexto.

Me tomó casi una hora terminar porque las tijeras tienen un límite de corte: solamente podía dividir cierto número de hojas a la vez y luego otra vez hasta que quedaban en cuadritos o en triángulos imperfectos. Una y otra vez. Una y otra y otra vez. Los dedos me dolían, pero la pila de papeles crecía y ya parecía una pequeña montaña de basura que recogí y llevé al cubo de metal. Volví a la cocina y recogí del suelo muchos mechones de pelo, que metí en el cubo. Metí una vela y metí un par de las casitas de miniatura de mamá. Saqué el paquete de fósforos y encendí uno hasta que me quemó los dedos y se apagó. Encendí otro. A lo mejor el fuego sería un escape y la liberación del Quijote para dejar su angustia. No habría herencias ni enamoramientos ni gestas ni reyes. No habría nada. La gente en miniatura dentro de las casitas moriría asfixiada y quemada entre mi pelo. Serían purificados.

Puse el cubo sobre la mesa con el ardor de los primeros papeles y lo dejé allí. Al poco tiempo, hermosas llamas salían del cubo y una nube negra y gris subía y se estrellaba contra el techo, esparciéndose en todas direcciones, sin miedo, sin respeto por espacios prohibidos. Mamá salió y papá corrió a ver a las niñas al cuarto. Mamá abrió la puerta de la casa y el viento entró a revolcar mi nube y a tratar de hacerla salir, pero aguantó y resistió y el cubo botó más humo hasta que una cascada de agua helada que papá lanzó con un balde lo hizo caer y apagarse. Los papelitos chamuscados navegaron sobre el charco hasta que cayeron al abismo. Era mucha agua. Demasiada agua para el Quijote y la gente miniatura, que se ahogó sin quemarse del todo.

Mamá me veía. De la cocina sacó pelos que me tiró en la cara y se quedó viéndome. Me dijo que tenía que comerme el pelo, hasta el último. Papá estudiaba en sus manos las carátulas de sus Quijotes y movía la cabeza de un lado a otro. Las niñas me veían con sus ojos soñolientos. Luego vi a Tina. Estaba parada fuera de la casa detrás de la ventana y sonreía. Cerró y abrió el ojo derecho, bonita, y me hizo sonrojar. Luego entró por la puerta, pasó junto a papá y rodeó la mesa viéndome. Me dijo que me veía hermosa con mi nuevo peinado. Volví a sonrojarme. Después vino y se sentó junto a mí, tomó mi cabeza y la llevó hasta su hombro, en donde estuvo un largo rato hasta que mamá dejó de darme palmadas en los brazos y papá de decirme que mañana mismo, o sea hoy, me pondría entre cuatro paredes. El cura ya entró a hablar conmigo y oí la voz de mamá afuera hace un rato, pero no ha entrado. El cura me preguntó muchas cosas, pero no quise que supiera nada. Seguía imaginándomelo con sus billetes en la fila. Me dio risa y se fue por la puerta diciendo algo con la palabra "criatura". Tina no ha venido a verme, pero estoy segura de que va a venir. Tan pronto llegue dejo de escrib











 

viernes, 8 de octubre de 2010

FIESTA-PLAYA-FUEGO

Nancy y Paula habían sido amigas toda su vida. Se conocieron en el colegio cuando tenían cinco años, y desde entonces nunca dejaron de verse. Habían compartido todo e, incluso una vez, en una borrachera, probaron el sexo entre ellas, pero no se lo contaron a nadie. La familia de Nancy quería a Paula como a otra hija, y siempre en navidad había regalos para ella bajo el árbol. La verdadera familia de Paula era su hermano que estaba en el ejército en su año de servicio obligatorio, y su tía, con quien vivía desde que su papá murió. Paula hablaba poco de su mamá y cuando lo hacía, se mostraba sombría y densa, como si hablara de un fantasma que la acechara. La última vez que habló con ella en el teléfono, la madre le dijo que la curación de su alma había tenido grandes progresos, y que el maestro estaba muy orgulloso de los pasos que había dado para la liberación total de sus ataduras. La madre de Paula siempre hablaba del alma y de las enseñanzas de su maestro.

Un día, Nancy decidió que deberían hacer un viaje a la playa juntas para celebrar porque pronto estaría casada y tendría hijos y debería cuidarlos y ya no tendría tiempo de hacer estas cosas. También celebrarían el que Paula tuviera un nuevo trabajo y su soñado incremento de sueldo. Todo estaba arreglado: saldrían el miércoles temprano y volverían el lunes siguiente. Sería una especie de viaje de despedida de su antigua vida y de bienvenida de la siguiente. Carlos, el novio de Nancy, iría a Londres durante la semana para arreglar los asuntos y el papeleo de su grado de magister, y era la oportunidad perfecta para mitigar un poco los achaques generados por los preparativos del matrimonio. El viaje de ocho horas lo harían en el carro de Carlos, un deportivo de dos plazas que generosamente fue cedido para la causa. Nancy adoraba ese carro y estaba feliz de poderlo usar, a pesar de todas las advertencias y recomendaciones de su novio, sobre todo la de no exceder la velocidad porque era un carro poderoso que, a cierta aceleración, perdía docilidad.

La noche anterior al viaje, empacaron la ropa, cada una en su casa, mientras hablaban por teléfono. Se contaron qué iba a llevar cada una y complementaron sus equipajes con las cosas de la otra, como siempre hacían cuando salían. La mamá de Nancy levantó el teléfono durante la conversación, que ya llevaba una hora, y pidió a Nancy que dejara libre la línea porque debía hacer una llamada. Cuando supo que Paula estaba al otro lado de la línea la saludó y les deseó un muy buen viaje. Les comentó que el clima estaría perfecto según las informaciones meteorológicas y les pidió, de una vez a las dos, que tuvieran cuidado y que disfrutaran de su descanso. Paula le agradeció, se despidió y una vez más quedó al habla a solas con su amiga, quien todavía estaba algo irritada con la interrupción. Alguna vez comentó que parecía que la espiara, pues siempre tenía que utilizar el teléfono cuando ella estaba hablando. Comentó no saber si se quedaba escuchando del otro lado antes de hablar y pedirle que colgara. Paula la tranquilizó y le dijo que pensara en el viaje. Se dieron las buenas noches y colgaron emocionadas.

A las cinco en punto de la mañana, Paula oyó un par de pitazos cortos en la calle, se asomó a la ventana y vio que Nancy había llegado. La saludó y Nancy le hizo un gesto para que se apurara, señalando el reloj en su muñeca. Entró en la habitación de su tía, se acercó al bulto entre las sábanas y movió su hombro. La tía se quitó el antifaz que cubría sus ojos, se incorporó en la cama abullonando las almohadas detrás de sí y abrió sus brazos para estrechar a Paula, quien entró en el pecho con soltura. La tía le plantó un par de besos en la cabeza y en la cara, le cruzó una bendición y le dijo que esperaba que la pasaran muy bien. Luego se volteó hacia la mesa de noche junto a sí, encendió la lámpara y abrió el cajón, de donde sacó unos billetes. Paula recibió el dinero y lo metió en un bolsillo, la abrazó y se le salió un par de lágrimas. Cuando estaba a punto de separarse, se oyeron otros toques del pito en la calle, ahora un poco más intensos. Se separó rápidamente de su tía quien le enjugó las lágrimas con la manga del camisón, y salió despidiéndose con una sonrisa y un beso enviado con la mano.

Bajó las escaleras arrastrando la maleta con esfuerzo y salió a la calle. Nancy fumaba un cigarrillo apoyada sobre el costado del carro y tenía el baúl abierto. Le dijo a Paula que se apurara porque iban retrasadas en el itinerario, y no quería quedar atascada en el tráfico a la salida de la ciudad. Acomodaron todo y arrancaron.

En una parte del camino Paula se quedó dormida. Nancy le reprendió por ser tan aburrida y le instó a ver el paisaje de llanuras verdes llenas de grupos de ganado que pastaban y buscaban la sombra de los escasos árboles, las casitas campesinas y los cercos con las puntas pintadas de colores. En un punto se detuvieron y sacaron su cámara para tomar fotos del panorama y estirar las piernas. Pusieron la cámara sobre el techo del carro y se sacaron varias fotos con el temporizador automático. Luego estudiaron las cámaras y decidieron si habían quedado bien o no, borrando las descartadas. Paula hizo un comentario sobre la blancura de sus piernas y le mostró a Nancy cómo se notaba el púrpura de sus venas. Dijo que se iba a tirar sobre una toalla al sol hasta que le salieran ampollas o se pareciera a Mariah Carey, lo que llegara primero, y compararon el tono de sus pieles. Vieron a lo lejos a un hombre que venía por el costado de la carretera con una recua de burros cargados de bultos, un sombrero y una caña larga. Cuando el hombre estuvo cerca, le pidieron que se tomara unas fotos con ellas y el hombre accedió, incluso invitando a Paula a subirse a una de las bestias para que se sacara una foto. El hombre ayudó a Paula a subir y se sacó la foto riendo un poco nerviosa y tapando su boca. Antes de seguir su camino, Nancy le ofreció al hombre algo de dinero, pero éste lo rechazó amablemente y les deseó un buen viaje. De nuevo en la carretera, Nancy preguntó a Paula si había notado la erección de aquel hombre y Paula sorprendida y algo avergonzada dijo que sí. Rieron de nuevo.

Cerca de las dos de la tarde, después de una última parada a almorzar y a utilizar un baño en buenas condiciones, llegaron a la entrada del parque. Era un parque natural en excelente estado de conservación, a donde muchos extranjeros llegaban atraídos por las historias de ser uno de los lugares más sagrados sobre el mundo, protegido por los espíritus de las tribus indígenas que aún lo habitaban en sus laderas y montañas. Por supuesto, la parte más apetecida por los visitantes era la playa, en donde no había hoteles ni hospedajes y a donde se llegaba solamente después de una forzosa caminata de dos horas a través del bosque. Paula y Nancy dejaron el carro en el aparcamiento, y caminaron hasta la primera estación de la playa, donde usualmente deshacían sus maletas las familias con niños pequeños y ancianos debido a las aguas tranquilas de su litoral. Allí tomaron un descanso breve y siguieron caminando una hora más hasta el sitio de acampamiento en donde se quedarían el resto de la semana, el lugar más apetecido por la gente joven, parejas de novios, y aventureros que buscaban un mar más violento y playas más tranquilas sin niños a la vista. El camino para llegar a esa estación era agreste, entre la montaña, con partes en donde se debía tener cuidado y agilidad para no resbalar y caer, por lo que requerían recargar energías antes de continuar.

Paula hacía ejercicio regularmente y estaba en mejores condiciones físicas. Nancy, en cambio, era una fumadora voraz y sentía los efectos de la caminata con más ímpetu. Tuvo que detenerse y sentarse en las rocas de la vera del camino varias veces para no desfallecer. Sacaba su botella de agua y bebía sorbos largos que terminaba con un jadeo. Maldijo al cigarrillo varias veces. Al cabo de un rato y ya cuando comenzaba a notarse el fin de la tarde, llegaron a donde se habían propuesto. Ninguna de las dos había ido antes a ese lugar, pero era todo lo que habían imaginado. Antes de la playa, había una planicie ancha y larga cubierta de pasto, donde se alzaban solitarias algunas palmeras que se mecían con la brisa. En muchos sitios había clavadas carpas de diferentes tamaños y colores, algunas con cuerdas que salían desde la cubierta superior hasta una palmera, diseñadas para secar ropa mojada. Buscaron un sitio fuera del alcance de los cocos que caían esporádicamente y encontraron un pequeño claro descubierto y un tanto alejado de los vecinos, con un redondel de tierra quemada y un par de ladrillos que los anteriores ocupantes habían dejado, y en donde harían una eventual fogata nocturna, según dijo Nancy.

Dejaron sus maletas en el suelo y Nancy se tiró boca arriba mirando al espacio infinito, bufando a través de su nariz y quejándose del agotamiento. Paula la miró y se rió, y Nancy le hizo una mueca. Una vez se incorporó, sacaron las cosas de las maletas y comenzaron a armar la carpa, con la que pronto se vieron envueltas en un enigma de diseño. Se suponía que la carpa se armaba, como decía la publicidad, en cinco minutos, pero llevaban ya media hora intentando uniones de tubos de diferentes tamaños, algunos flexibles y otros rígidos, que metían por los canales de la lona y que supuestamente harían que la carpa se levantara mágicamente del suelo. Había una bolsa del mismo material sintético llena de unos palitos con ojales que servían para algo, pero aún era un misterio para qué. Al verlas confundidas, un chico sin camisa y con bermudas de flores se les acercó y les ofreció su ayuda. Las dos agradecieron casi al unísono y el muchacho se puso a trabajar. Clavó las estacas con los ojales a la distancia adecuada, desarmó los tubos mal unidos, los rearmó en el orden correcto e hizo con ellos una cruz en el suelo, que luego introdujo diagonalmente en los canaletes de la carpa, metió las puntas que sobresalían de los tubos en los ojales clavados y la carpa se erigió hasta llegar a la altura de sus cabezas. Paula y Nancy vieron todo el proceso sentadas sobre las maletas y se codearon un par de veces cuando el chico se agachaba o les daba la espalda riéndose en silencio y enrollando los ojos.

Al terminar, el chico sacudió la tierra de sus manos, y caminó hasta ellas, que aún estaban sentadas y habían aplaudido la hazaña. Nancy, que no tenía sus lentes oscuros puestos, lo miraba con una mano sobre su frente para bloquear la contraluz. Cada una recibió su mano cuando la estiró para presentarse con su nombre. El chico les dijo que estaba con unos amigos y que acababan de llegar, y las invitó a bajar a la playa en la noche a una fogata que harían y para la que necesitaban la mayor cantidad posible de personas. Les dijo que invitaran a todo el que quisieran, porque iba a ser una fiesta abierta. Nancy aceptó por ambas inmediatamente y se despidió del chico dándole de nuevo la mano y agradeciéndole su ayuda.

Cuando terminaron de desempacar todo y estuvieron en sus trajes de baño, cerraron la carpa y fueron a buscar la playa para aprovechar los últimos rayos del sol, que ya comenzaba su pesado descenso en el horizonte. Atravesaron la planicie de las carpas, pasaron junto a un restaurante que vendía pescado y descendieron hasta sentir, por primera vez, sus pies en la arena fresca. Nancy corrió hasta el agua mientras se quitaba el pareo de su cintura, tiró sus gafas de sol y se lanzó en un clavado dentro de una enorme ola. Al emerger, gritó a Paula para que la siguiera, pero no lo consiguió. Paula alegó que debía cuidar las cosas, pero Nancy le dijo que dejara su miedo y que disfrutara, que no había un ladrón en miles de kilómetros a la redonda y que, por si acaso no lo había notado, todo el mundo estaba en un plan hippie, cosa que garantizaba tranquilidad, amor y paz. Paula le dijo que se sentaría a contemplar el atardecer que, por cierto, hacía tiempo no veía, y que, por lo visto, iba a ser espectacular. Nancy se encogió de hombros, escupió un chorro de agua y buceó un rato más. Nadó paralela a las olas y se quedó algunas veces en el mismo sitio pataleando y manoteando para sentir las subidas y bajadas de cada marejada. En algunos momentos sintió las cosquillas de las algas bajo sus pies. Mientras Paula veía a su amiga nadar, el chico que les había ayudado con la carpa se puso frente a ella bloqueándole la vista. Venía acompañado de otro chico de la misma edad y llevaban una botella de plástico con un líquido que parecía jugo de manzana, pero que, por la manera en que lo bebían, evidentemente no lo era. El chico conocido le presentó a Paula al otro, y ella lo saludó. Paula se sorprendió al ver que el primer chico recordaba su nombre. El primer chico contó al otro la historia de cómo las había visto perdidas sin esperanza tratando de armar la carpa y de cómo él salió a su rescate, y el otro sonrió mirando a Paula y ofreciéndole la botella para que le diera un trago, pero ella lo rechazó educadamente. Luego giraron para ver a Nancy, que ya salía del agua y venía empapada luciendo su pequeño bikini y exprimiendo su pelo con las dos manos. Nancy los saludó, cruzó miradas y manos con el chico nuevo y confirmaron la cita en la noche y el lugar. Los muchachos se despidieron y continuaron su caminata volteándose un momento para ver a Nancy mientras se secaba con la toalla y batieron sus manos despidiéndose. Las dos amigas hicieron lo mismo. Nancy se sentó junto a Paula, encendió un cigarrillo, y vieron juntas cómo las aguas mansas del horizonte se tragaban el enorme disco dorado frente a sus ojos.


***

Después de comer y dormir un poco, se arreglaron para la fiesta. Nancy se puso un bikini nuevo, ató un pareo de algodón con arabescos rosa sobre uno de sus hombros al estilo de las antiguas togas romanas, recogió su pelo húmedo en una moña tras su cabeza y dejó caer un gajo que le cruzaba su hombro descubierto. Sacó de un pequeño maletín los maquillajes y puso en su cara algo de rubor. Rizó sus pestañas apretándolas con el filo de una cuchara pequeña y las ennegreció con el rímel hasta quedar satisfecha. Sus párpados se abrían y cerraban con cada brochazo frente al espejo en su mano. Paula hizo lo debido y se puso unos pescadores que le llegaban hasta la pantorrilla, y se metió una blusa vaporosa de colores sobre su traje de baño. Decoró su cuello con un collar de fibras naturales, pequeñas conchas de mar y un cristal ámbar que le colgaba en el vértice de sus senos. Salieron para la playa iluminadas por la luz intensa de la luna creciente y se tomaron de la mano. Se escuchaban las explosiones del agua sobre los acantilados y la caída de las gotas salpicando las piedras. Unos cangrejos rojos entraban y salían de sus hoyuelos en la arena y caminaban de costado sosteniendo sus pinzas frente al pecho. Se divirtieron un momento tratando de alcanzar alguno, pero eran demasiado rápidos y llegaban a sus guaridas desapareciendo como halados por una cuerda. Durante el camino por la playa, se toparon con varias parejas que caminaban despacio y sostenían sus sandalias en la mano mientras acercaban sus caras para plantarse besos profusos y románticos. Vieron a un tipo jugando con un perro que se metía en el agua a sacar un pedazo de madera, y trotaba de vuelta hasta su dueño para repetir mientras el amo lo alentaba con aplausos y halagos a su inteligencia.

Al llegar al fin de esa playa, a lo lejos, junto al acantilado del otro extremo, vieron el fuego y a algunas personas que rodeaban la fogata. Paula sintió un pequeño escalofrío y comentó a Nancy que tal vez no fuera tan buena idea que estuvieran allí después de todo, entre tantas personas desconocidas. Comentó además que ya a esta hora deberían estar borrachos si llevaban toda la tarde bebiendo y que tal vez ni se acordarían de ellas. Nancy la tranquilizó diciéndole que si la cosa se ponía pesada, simplemente se despedirían y volverían a su carpa. Paula accedió a continuar sólo si Nancy prometía que se irían ante el primer indicio de peligro, cosa que la amiga hizo marcando una cruz con el dedo sobre su corazón.

Antes de llegar, el primer chico las divisó y se separó del grupo para recibirlas. A Nancy le pareció que los destellos de luz sobre su cara y los parches de arena sobre sus hombros le hacían verse muy bien, y le gustó su amplia sonrisa y la amabilidad con que las acogió. Las acompañó hasta el grupo que rodeaba la fogata y las presentó en voz alta, diciendo sus nombres. No había más de diez personas incluyéndolas a ellas. Nancy saludó a todos con una sonrisa y Paula paseó la mirada alrededor para verlos. Durante el recorrido, algunos levantaron botellas de cerveza en saludo y se oyó uno que otro “Hola” proveniente de las mujeres. Una de ellas se levantó, tomó un par de cervezas de una canasta y se las entregó a cada una. Paula y Nancy las recibieron con agradecimiento y buscaron un lugar para sentarse. El primer chico se sentó junto a Nancy y comenzó a hablarle de todos. Le dijo que estaban en su último año de colegio y que ya pronto no se verían, probablemente, nunca más, porque cada uno tomaría su camino en la vida. Una de las chicas bailaba con los brazos abiertos detrás del círculo y tenía en su mano la misma botella que habían visto en la tarde, de la que ahora salían chorros desperdiciándose con el movimiento. El chico les contó que estaba embarazada de cinco meses, pero que nadie, ni siquiera ella –según decía-, sabía quién era el papá del bebé. Luego comentó sobre una pareja acostada que se enfrentaba y entrecruzaba sus piernas, y dijo que eran alemanes y no hablaban una miseria de español, pero que entendieron lo suficiente para saber qué era fiesta-playa-fuego y allí estaban.

Paula prestaba atención a la conversación mirando al chico de vez en cuando y observando a los demás mientras hablaba de ellos. Cuando llegaron a una chica que estaba sola al otro lado del fuego se encontró con unos ojos que la miraban fijamente y no mostraban expresión alguna. Mantuvo la mirada unos segundos con la chica cuya silueta se salpicaba con las lenguas de fuego y le pareció que modulaba algo hacia ella cuando sintió un empellón por su espalda, unas manos que le cubrían medio rostro, y una voz engrosada que le preguntaba si sabía quién era. Paula sabía quién era, pero en su mente permaneció la mirada de la chica del otro lado. Cuando quitó las manos de la cara de Paula, el segundo chico cayó de bruces sobre la arena junto a ella y la saludó estirándole la mano como había hecho antes en la tarde. El primer chico y Nancy rieron. Paula tomó con dos dedos la mano estirada del segundo chico, removió suavemente con las puntas de sus dedos la arena que la cubría como un guante y la apretó con firmeza moviéndola de arriba abajo.

El primer chico se levantó del lado de las dos amigas y regresó con la botella que la chica embarazada había casi extinguido. Desenterró de la arena una garrafa de vidrio que asomaba sólo la punta y rellenó la botella de plástico con el líquido amarillo hasta que llegó al tope. Mientras la enterraba de nuevo palmeando la arena alrededor para compactarla, dijo que de ese modo el licor se mantenía fresco y pasó la botella al segundo chico, quien dio un sorbo largo y la pasó a Paula junto a él. Paula la recibió y dudó, pero ante la mirada de los tres, dio un pequeño sorbo que le provocó una arcada y escupió preguntando qué carajos era. Todos rieron y Paula volvió a beber, esta vez con más precaución. Pasó la botella a Nancy y ella, demostrando valentía, tomó un sorbo largo. Al pasar la botella al primer chico, este recogió con su dedo una gota que se escapó de la boca de Nancy y se lo chupó mirándola a los ojos. Nancy se sonrojó un poco y se volvió para mirar a su amiga, que entonces se levantaba aceptando la invitación a bailar del otro. La música provenía de una grabadora con pilas tirada en la arena sobre una camiseta. El segundo chico se llevó de la mano a Paula hasta donde reposaba el aparato y subió el volumen casi al doble de lo que estaba antes, dirigiéndose a todos y diciéndoles que era hora de prender la fiesta. El alemán se zafó del abrazo de su pareja y fue por más leña para tirar al fuego menguante. La alemana se reincorporó sentándose con los brazos sobre sus rodillas y mirando hacia la pira. Bob Marley cantaba Buffalo Soldier y el segundo chico se puso a bailar dando giros con los ojos clavados en Paula. Luego se acercó y, sin más, la besó en los labios. Paula recibió el beso sorprendida, le quitó la botella a su pareja de baile y la inclinó sobre su boca para darse un trago. La que estaba embarazada, al oír que la música sonaba con más vigor, se levantó y pidió que le dieran más trago. Alguien trató de convencerla de que dejara de beber, pero se rehusó y ordenó a todos no meterse en su vida privada. El segundo chico tomó la botella de la mano de Paula y la pasó a la embarazada, quien dio un largo sorbo y se secó los labios con el antebrazo. Luego tomó un poco más y lo escupió sobre las llamas, que inflamaron el alcohol en una ráfaga rápida. Los alemanes bailaban torpemente y trataban de seguir el ritmo y Nancy y el primer chico se unieron. El segundo chico volvió a invitar a todos a levantarse y unirse, y Paula los miró mientras eran reconvenidos por su parquedad. Volvió a encontrarse con los ojos de la que estaba sola al otro lado del fuego y esta vez la chica le hizo un ademán pasando el dedo índice por su cuello de un lado a otro. Paula, nerviosa, le contó a su nuevo enamorado lo que había visto, y él la tranquilizó diciéndole que no se preocupara, que esa chica era así y que tenía algunos problemas de convivencia, pero que no había nada qué temer y que era mejor que se dieran otro beso antes de que acabara la música.

Al cabo de una hora Nancy y el primer chico se fueron hacia el mar, según dijeron, a mojar sus pies. Iban tomados de la mano. Paula vio a su amiga quitarse el pareo y quedar en su traje de baño. Luego los vio adentrarse juntos en la oscuridad del agua hasta quedar cubierto su cuerpo hasta los hombros. Estaba viendo cómo Nancy y el primer chico se abrazaban y besaban dentro del agua, Nancy con los brazos rodeando el cuello del chico y el chico con sus manos sosteniéndola por debajo. Al momento vio que Nancy cerraba los ojos y emitía quejidos leves, se mordía el labio inferior y estiraba el cuello hacia atrás exponiéndolo para su amante. Estaba a punto de gritarle algo para que saliera del agua, cuando la rodeó un brazo por su vientre y le dio un beso en el cuello. El segundo chico le pidió que volvieran y le dijo que dejara a su amiga tener su privacidad, asegurándole que estaba en buenas manos. Paula aceptó con desgano y regresó a la luz del fuego acompañada de su pareja, sin dejar de mirar atrás hasta cuando vio que Nancy emergía un momento con la parte de arriba del bikini por encima sus senos, siendo éstos lamidos copiosamente por el primer chico.

A su regreso, Nancy venía tomada de la mano del primer chico, con el pelo mojado haciendo una sombra de agua sobre su pareo. Miró a Paula y se sentó junto a ella mientras su nuevo amante daba la vuelta al fuego y se encontraba con el segundo chico, quien lo recibió con la palma de su mano en el aire en señal de felicitación, una carcajada y la botella. Paula respiraba nerviosa junto a su amiga, a quien parecía no haberle importado demasiado el espectáculo que acababa de dar, además, con un tipo al que acababa de conocer. Al ver que Paula no contestaba sus preguntas ni asentía ante sus comentarios, Nancy se levantó sacudiendo la arena pegada a su ropa y se fue diciéndole que ella no era nadie para juzgarla. Paula trató de decir algo, pero no supo qué. Al fin de cuentas ella también había intimado con el otro chico, aunque en una liga de menor calibre.

Después de un rato en que había visto bailar a Nancy con alegría exacerbada, y había tomado más de la cuenta, Paula comenzó a sentirse algo mareada y confundida. Vio, como en la bruma de un sueño, que el segundo chico, antes su chico, levantaba a la que estaba sola del otro lado de la pira y se ponían a bailar. Luego vio cómo se abrazaban mientras evolucionaban por la arena, hundiendo los pies en ella con cada paso y levantando pequeñas salpicaduras cuando cambiaban de orientación. Vio que estaban muy juntos y que el segundo chico le pasaba sus manos ansiosamente por la espalda. Cuando terminaron un giro y la tuvo de frente, la chica del otro lado del fuego levantó su dedo de en medio y se lo mostró en señal de victoria y, sin dejar de mirarla directamente, besó al segundo chico.

En medio de su malestar, Paula comenzó a preocuparse. Sentía que estaban muy lejos de la seguridad de la carpa, y veía a su amiga cada vez a más ebria. Recordó no haber llamado a su tía para decirle que habían llegado bien y se la imaginó preocupada sin poder dormir. Se prometió llamarla tan pronto viera un teléfono, pero sería en la mañana cuando abriera el restaurante para el desayuno, en donde estaba la única línea disponible. Trató de relajarse y se acostó mirando hacia las estrellas. Recordó una película danesa que había visto hacía mucho tiempo con un novio de antes al que quiso mucho. Era una película sobre el primer amor de dos niños. En una escena, la niña contaba al niño cómo, si las dejabas de mirar y las atravesabas con los ojos, las nubes movían las estrellas. Lloró en silencio por ese amor y sintió que una lágrima se metía en su oído, cerró los ojos y comenzó a quedarse dormida con el mundo dándole vueltas hasta que oyó a Nancy gritar. Se levantó rápidamente y vio que el alemán llevaba un enorme cangrejo negro y rosado cogido de una de sus pinzas. El animal abría y cerraba sus patas en su intento por zafarse. Paula fue hasta donde estaban y vio que Nancy estaba a punto de llorar, y que se refugiaba tras el cuerpo de su nuevo amor para que la protegiera de la criatura. Todos reían mientras el alemán amagaba con lanzar el cangrejo a Nancy que, decía a todo volumen, tenía terror. Paula se acercó al alemán y el tipo intentó hacer la misma faena con ella, pero al ver que no se impresionaba se detuvo y quedó sosteniendo al animal por la pinza viendo que Paula alargaba su mano para tomarlo por la otra pinza y observarlo, pero antes de agarrarlo el alemán lo lanzó al centro de la fogata en donde comenzó a retorcerse y a escarbar torpemente en busca de una salida. Paula le dijo al tipo que era un hijo de puta. Todos se acercaron lentamente para ver cómo se asaba el animal que, para entonces, había dejado de moverse y emitía burbujas de distintos orificios en su carcasa. Al momento, el alemán tomó una lanza de palo y la clavó en el centro del fuego sacando al cangrejo cocinado y humeante, lo llevó hasta el agua y volvió con él sentándose junto a su novia para comenzar a comerlo partiéndole las patas y las pinzas con sus manos y sorbiendo la carne del interior.

Paula y Nancy se miraron y acordaron que era hora del volver a la carpa. Paula esperó a que Nancy se despidiera de su amante y vio desde la distancia cómo el chico alegaba con los brazos y le rogaba que se quedara. Alcanzó a oír que el chico le decía que mandara a su aburrida amiga sola, que nada le iba a pasar y que, de ser necesario, alguien la acompañaría. Paula temió que Nancy accediera, pero su amiga se mostró firme y le prometió al chico que se verían en la mañana con certeza porque, igual, eran del mismo vecindario.

Caminaron en silencio por la arena las dos amigas. La marea había subido y les tocaba andar por la parte alta de la playa en donde sobresalía una que otra espiga de tronco y ramas enormes de palmas a medio enterrar. Cuando llegaron a una parte con un pedazo inmenso de madera extendido sobre la playa, se dividieron. Paula tomó la vía del agua y Nancy decidió que pasaría por encima, porque no quería mojarse más antes de dormir. Paula ya había cruzado y la esperaba al otro lado viéndola en pies y manos, tambaleándose y emitiendo ruiditos y quejas. Casi había pasado del todo cuando dio un paso equivocado al pisar un poco de musgo resbaloso sobre el tronco y su cuerpo se balanceó haciéndola caer hacia delante en medio de un alarido. Paula corrió hacia su amiga y la encontró sangrando a chorros por la cabeza y la boca. Nancy lloraba y se ponía las manos en la cara, pero la sangre manaba de su hueso frontal y su dentadura derecha y alineada ahora mostraba un hoyo por el cual se veía la punta de su lengua rosada. Paula le dijo que se tranquilizara y que iría a buscar ayuda, pero que debía quedarse allí quieta hasta que volviera con alguien. Nancy se enfureció y le preguntó con la mano sobre la boca si es que era estúpida o qué. Dijo que a esa hora el médico más cercano estaba a quinientos kilómetros y que ninguno de los borrachos de esa playa sabría qué hacer. Paula miraba el mentón rojo de Nancy moverse de arriba abajo mientras hablaba y escupía coágulos de sangre y pensó en que tal vez su amiga tuviera razón, que tal vez fuera una idea estúpida buscar ayuda y que, en verdad, todo en general podría ser una estupidez. Si ella era una estúpida o no era relativo a quién lo decía, si el gladiador caído en el ruedo a punto de morir tragado por los leones o el espectador que vitorea por más muerte. Paula dio una última mirada a Nancy todavía con sus piernas dobladas sobre la arena y una mano cambiando todo el tiempo de su cabeza a la boca. Nancy le dijo, extendiendo su mano, que dejara de verla como a un bicho y que le ayudara a pararse, pero Nancy no se movió, se dio media vuelta y comenzó su caminata por la playa con los gritos de Nancy estrellándose contra su espalda, todos los insultos, todos los flagelos saliendo disparados cuando rebotaban en sus omoplatos. Poco a poco las olas se tragaron la voz de Nancy y Paula sólo oía al viento y al agua jugar en remolinos sin descanso. Pensó en seguir adelante su marcha y pensó en que la playa debía ser el sitio público más grande del mundo, en donde se podría andar sin parar toda una vida sin volver atrás.